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contré a una mujer, descalza" deteniéüdose el vestido por enCÍma de las rodillas, quien resultó ser mi reumá– tica paoiente, la esposa de don José María. Mientras le preguntaba del camino, le dije que ella estaba anu– lando por completo la periCia del médico, y añadí, lo que yo creo que era la pura verdad, que no esperara mejorar con nuestro tratamiento. Caminé alguna dis– tancia y de nuevo perdí el camino. Era necesario pe– netrar en el bosque a la derecha. Yo había salido po"

una vereda' en la que·- no' me fijé esp;ecialmente. Allí

había senderos de ganado en todas direcciones, y por espacio de una milla anduve de aquí para allá, sin acer– tar con el verdadero camino. Varias veces vi las hue~

1las de los pies de Agustín, pero pronto las perdía en

tre los lodazales, y ellas solamente me confundían más; por fin me detuve por completo. Ya casi anochecía, no sabía yo qué camirio tomar; y como hizo Mr. Henrv Pelham cUqndo estuvo en peligro de ahogaTse en una de las cloacas de Paris, me quedé inmóvil y grité. Pd~

1'a mi gran gozo, fuí respfJndido por un ronquido de

Agustín, que había estado extraviado más tiempo qu yo, y se encontraba en mayor tribulación. El tenia tetera en la mano, un ,cabo de cigarro apagado en la boca; todo enlodado desde la cabeza hasta los pies y en un estado completamente infeliz. Comparamos nuestras observaciones, y, escogiendo iUn sendero, gri~

tancio a medida que avanzábamos, nuestras voces uni– das tuvieron su respuesta por ladridos de perros y por Mr. Cathrewood, que alarmado por nuestra ausencia, y temeroso de lo que hubiese acontecido, había salido con don Miguel para buscarnos. Yo no tenía ropa para cambiarme, 11 en consecuencia me desnudé y ,me en– volví en una manta al estna de los indios d~ Norte– América. Toda la tarde el estruendo de la tempestad estallaba sobre nuestras cabezas, iluminando los relám. pagos la obscura selva y brillando en el iriterior de la abierta choza; el aguacero ('aía a torrentes, Y dori Mi– guel nos dijo qUe probablemente estaríamos incomu– nicados durante varios días con el otro lado del río y con nuestro equipaje. Sin embargo, pasamos la tarde con gran satisfacción, fumando cigarros de tabaco de Copán, el más afamado en Centro América, de las plan– taciones del propio don Miguel y fabricados por su es– posa.

Don Miguel, lo mismo que yo aquella tarde, usaba muy pocos vestidos; pero e't'a un hombre inteligente y educado, sabía leer y escribir, sangrar, y sacar mu~l"",-,

o hacer un escrito; era adicto a la literatura) pues le pTe

guritó a Agustín sí teníamos algunos libros: dijo que

aunque estuviesen eh inglés no' había' difelencia ....o.c-.lo

libros eran cosa buerta;~ y era delicioso oírle expresar su desdén por la inteligencia de don Gregario. El ex....,. subarrendante en la finca, pagando; una renta de cua– tro dólares anuales, y generalmente se encontraba re_ trasado en sus pagos: :uos dijo que no tenía much() qué ofrecernos; pero sentimos, lo que era mejor que

una cama con dosel, que' éramos: unos huéspedes bien– venidos. En efectoj todo' era agradable. Su esposa

esperaba que nosotros le curaríamos sus fiebres inter– mitentes; Bartolo estaba seguro que le reducíríamos la protuberancia del estómago; y don Miguel gustaba clf"'

nuestra compañía. En estas felices circunstancias, la fUlia de los elementos en el exterior no nos perturbaba.

Todo el día había yo estado pensando en los tÍt~­

los de don José lMaría, y, envolviéndome en mi manta, sugerí a Mr. Catherwood "una operación". (¡Ocultad vuestros rostros, vosotros especuladores en solares de la

parte alta de al ciudad!) ¡Comprar Copán! ¡Remover

los monumentos de un ;pasado pueblo de la desolada región en que se encontraban sepultados, exhibirlos en el "gran emporio comercial" y fundar una institución que fuese el núcleo de un gran museo nacional de an– tigüedades americanas! Pero, ¿podrían los "ídolos" ser removidos? Ellos se encontraban en las márgenes de un río ql1-e desembocaba en el mismo océano que bañ a los muelles de Nueva York. pero había raudales más abajo; y, respondiendo a mi interrogación, dijo don Mi– guel que estos eran impasables. No obstante eso, yo habría sido indigno, de haber atravesado: las edades. "que purifican el espíritu del hombre" si no hubier8 tenido una alternativa; y esta era exhibirlos por par– tes: dividir uno y removerlo; por piezas, y hacer moldes de los Qtros. Los moldes del, Partenón son estimados

como preciosos monumentos en el Museo Británico, y los moldes de Copán serían lo mismo en Nueva York Otras ruinas más interesantes y más accesibles podrían descubrirse. Muy pronto su ~xistencia sería conocida

y apreciado su valor, y los amigos de la ciencia y de las artes en Europa querrían tomar, posesión de enas. Estas nos pertenecían por derecho; y, aunque no sabí8~

mas cuán pronto nos arojarían a puntapiés, resolví que deberían ser nuestras; con v.isiones de gloria e indefi~

nidas fantasías de recibir los agradecimientos de la corporacíón revoloteando ante mis ojos, me envolvi en la manta y me q,ormí.

CAPITULO 6

COMO EMPE:ZAR. ~ PRINCIPIO DE LAS E:XPLORACIONES. -INTERE:S CREADO POR ESTAS RUINAS. VISITA DEL ALCALDE. - ENFADOSAS SOSPECHAS. - UN VISITANTE: BIENVENIDO. - CARTA DE:L GENERAL CASCARA. - COMPRANDO UNA CIUDAD. - VISITA DE LA FAMILIA DE DON GIlEGORIO.

- DISTRIBUCION DE MEDICINAS.

Al clarear el día las nubes aún pendían sobre la selva; cuando salió el sol se esfumaron; aparecieron nuestros trabajadores; y a las nueve de la' mañana sali– mOs de la choza. Las ramas de los árboles destilaban agua y el suelo estaba sumamente lodoso. Andando a pie una ve2J más sobre la región que contenía los prin~

cipales monumentos, nos espantamos por la inmensi– dad del trabajo que teníamos al frente, y pronto llega– mos a la conclusíón de que explorar todo el terreno se– ría imposible; Nuestros guías sólo sabían de esta re_ gión; pero habiendo visto columnas más allá de la aldea, a una legua de distancia, teníamos razón para creer que estarían otras esparcídas en diferentes direc~

ciones, enteramente ocultas en el bosque, y desconoci– das por completo. El monte era tan tupido que casi desesperábamos de pensar en penetrarlo. La única manera de hacer una completa exploración sería ialan– do toda la selva y quemando los árboles. Esto era in– compatible con nuestros inmediatos propósitos, podría

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creerse que nos tomábamos libertades y solamente po– dría realizarse en la estación seca. Después de una deliberación resolvimos obtener primero dibujos de las columnas esculpidas. ~os diseños. eran Pluy compli– cados, y tan diferentes de cuantos Mr. Catherwood ha_ bía jamás visto anteriormente que eran por completo ininteligibles. Los cortes estaban en muy alto relie\.T y requerían una gran cantidad de luz para realzar las figuras; y el foIlaje era tan denso, y la obscuridad profunda, que el dibujo era imposible.

Después de muchas consultas, seleccionamos unos de los "ídolos", y resolvimos derribar los árboles a su alrededor, y así dejarlo al descubierto de los rayos del

sol, Aquí estaba otra difioultad. No había hacha; y el

único instrumento que poseían los indios era el mache– te, o tajadera, que varia de forma en las distintas sec– ciones del país; manejado COn una mano, era útil pará. despejar el bosque de arbustos y de ramas, pero casi inofensivo para los grandes árboles; y los indios, como

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