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« Previous Page Table of Contents Next Page »saron caminar más lejos. Nos encontrábamos desagra_ dablemente colocados, pero no queíramos dejar' tan pronto el río Motagua. Nuestro posadero nos dijo que su casa y todo lo que allí había estaba a nuestra dis_ posición; pero que no podía darnos nada para comer; y diciéndole a Agustín que buscara por el pueblo, re– gresamos al río. Por todas partes ]a corriente era de– masiado rápida para un tranquilo baño. Llamando a nuestro barquero, volvimos al otro lado, y a los pocos minutos estábámos gozaildo de una ablución, cuya de~
licia puede ser apreciada solamente por quienes, como nosotros, h~yan cruzado la Montaña del Mico sin ti–
rar los vestidos.
En este baño había un goce aún mayor que el de
refrescar nuestros acalorados cuerpos. Era el momento de una dorada puesta de sol. Nos encontrábamos l11:e~
tidos hasta el cuello dentro del agua cIara como el CflS– tal y tranquila como la de una diminuta laguna, al
má~gen de un canal a cuYO largo la corriente Se pre– cipitaba con la rapidez de una flecha. A cada lado ha– bía montañas de millares de pies de elavación, con sus cimas alumbradas por el sol al declinar; .en. un punto arriba de nosotros habia una choza de hOJas de palme– ra, y frente a ella, sentado un indio desnudo qUe. nos contemplaba; entre tan~o bandadas de loros, de brillan· te plumaje, casi a mIllares, volaban sobre nuestras cabezas, alcanzando nuestras palabras, Y llenando el aire con su olamarosa burla. Era esta una de aque~las
hermos'ás escenas que tan rara vez ocurren en la .vIda
humana convirtiendo los sueños casi en una realidad. Viejos como éramos, nos podíamo~ hab~; vuelto ~oetas,
si no hubiera sido porque Agustln ?aJo a .la; orllla o– puesta, y, con un grito que sobrepaso, al chl1lido ?e los loros y al turbulento murmullo del no, nas Hamo para la cena. . dI' Tuvimos un momento de agollla cuan o vo Vlmos a nuestras ropas. Yacían extendidas so?re l~ orilla,. cual emblemas de unoS hombres que hablan VIsto meJores días. La puesta del sol que derramaba sobre roda una suave y tierna brillantez, exhibía desnudas las arrugas
de fango y suciedad haciéndolas repugnantes.. No t~~
oíamos más que una alternativa, y esta era el l1llos sm ellas. Más, como esto parecía ser un ataque a la. de~
cenoia de la vida, las levantamos Y nos las puslmos con repugnancia. Yo no estoy seguro, como qUlera que sea sino de que nosotros hicimos un sacrificio innece~
sarÍo 'de nuestra personal comodidad. La decencia de la vida es .materia de costumbres convencionales. Nues~
tro posadero era un don: y cuando le presentamos nuestra carta nos recibió con gran dignidad en una sen–
oin~ prenda de vestir, suelta, blanca, y m.uy corta, que apenas le llegaba a las rodillas. El vestldo de su es– posa no era menoS desahogado; algo así por el estilo de las batas cortas y enaguas del tiempo de Maricastaña, solamente la bata y cualquiera otra cosa que se usara debajo regularmente ha~ían falta, y su lugar estaba substituido por un cardan de cuentas, can un~ gran crU2l al extremo. Una docena de hombres y chIcuelos, desnudos salvo la pequeña cubierta formada por los
pantalon~s enrollados de arriba y abajo del modo ya indicado, estaban de holgazanes cerca de la cas.a; y las mujeres y muchaohos en tt;l extremo. de traplllo que un cordón de cuentas pareela un vestldo completo pa– ta el pudor.
Mr. C. y yo nos encontrábamos, ~ara la noche,. E}n Una situación algo embaraz'Osa. La pIeza de recepclOU general contenía tres camas hechas de fajas de cuero entrelaZ'adas. El don ocupaba una; él nos tenia mu– cho que hacer para desnudar-se, pues lo poco que te– nía lo hizo quitándose la c,amisa. Otra cama estaba al píe' de mi hamaca. Estaba yo dormitando, cuando abrí los ojos y vi a una muchacha como de diez y siete años sentada de lado sobre ella, fumándose un cigarro. Tenía atado alrededor del talle un pedazo de tela de algodón listada que le caía hasta abajo de las rodillas; el resto de. su traje era el mismo que la naturaleza otor– ga por igual a la señorita de rango y a la más pobre muchacha; en otras palabras, éste era el mismo que
aquél de la mujer del don con excepcióil del collar
de cuentas. Al principio creí que sería algo que yo habría evocado en mis ensueños; y al despertar, quizá levanté la cabeza, porque ella dando unas cuantas li–
geras fumadas a su cigarro, Se echó una sábana de al– godón sobre la cabeza y los hombros y se acostó a dor– mir. Yo procuré hacer 10 mismo. Traje a la memoria el proverbio, que "los viajes hacen compañeros de ca– ma a los extraños". Yo ya había dormido en confusión con griegos, con turcos y con árabes. Estaba princi– piando a viajar por un nuevo país; era mi deber el con– formarme a las costumbres de sus habitantes; estar preparado para lo peor, y someterme con resignación a 10 que pudiera sobreveninne.
Como huéspedes, nos fue agradable el sentir que la familia no nos trataba como a extraños. La esposa delldon se retiró con las mismas ceremonias. Va– rias veces durante la noche me despertó el retiñir del pedernal y del acero y vi a uno de nuestros vecinos en~
cendiendo un cigarro. A la luz del día la mujer del don estab81 gozando de su sueño matinal. !Mientras yo me vestía ella me dio los buenos días, Se quitó la ropa de algodón de sobre los hombros y se levantó ya vestida para el día.
Partimos temprano, y por alguna, distancia nues– tro camino siguió a lo largo de las orillas del Motagua, casi tan hermoso por la mañana como a la luz de la tarde. Al cabo de una hora principiamos a subir la es~
tribación de una montaña; y, llegando a la cumbre, se– guimos por la serranía. Esta era elevada y angosta y por ambos lados dominaba una vista casi ilimitada que parec,ia escogida para un efecto pintoresco. El paisaje era grandioso, peto la tierra desierta y sin cultivo, sin vallados, ni huertos, ni viviendas. Un~s cuantas cabe– zas de ganado vagaban libremente por la gran expan– sión, pero sin impartir ese aspecto doméstico que en otros países acompaña a la presencia del ganado. En– contramos unos pocos indios, con sus macheies
l
que
iban a su trabajo matutino, y a un hombre cabalgando en una mula, con una mujer por delante, rodeéndole con su brazo la cintura. - Yo iba cabalgando a la c~beza de mis compañeros,
y sobre la cima de la serranía, un poca hacia un lado del camino, miré a una muchachita blanca, enteramen– te desnuda, jugando frente a un rancho. Como la mayor parte de las gentes que encontrábamos eran in– dios o ladinos, su apariencia llamóme 131 atención y me encaminé hacia el rancho. .El propietario, en el cómodo traje de nuestro posadero de Encuentros, Se es– taba meciendo en Una hamaca bajo el pórtico y fu– mándose un cigarro. A corta distanc·ia había un cober– tivo techado con tallos y hojas de maíz, llamado la cucinera o cocina. Como siempre, mientras el don es– taba recostado en su hamaca) las mujeres trabajaban. Me dirigí a la cucinera (cocina) y desmonté. El grupo se componía de la madre y de una linda nuera como de diez y nueve años, y de dos hijas como de quince y diez y siete. El lector tal vez tendrá curiosi– dad con respecto a los vestidos; pero habiéndole dado ya una idea de los de esta región, no requerirá .más descripciones. En honor a mi visita, la madre arre– bató a la niña que me había atraído hacia el rancho, la llevó para adentro y echó sobre su cabeza una prertila de vestir, la cual, yo creo, usan generahnente las niñas; pero. a los pocos mínutos mi pequeña ami– guita se desembarazó de su atavío y se bamboleaba por ahí con la prenda bajo el brazo.
Toda la familia estaba ocupada haciendo .tor.til1as. Este es el pan. de toda la América Central y de toda la América Española, y la única espec·ie que se en– cuentra, salvo en las ciudades principales. En un ex– tremo de la cucinera había una elevación, sobre la cual estaba un comal o tartera, descansando sobre tres piedras, con un fuego flameante por debajo. La nue– ra tenia ante sí una vasija de barro conteniendo maíz remojado en agua de cal para removerle la cáscara; y, poniendo un puñado sobre una piedra oblonga encor~
vada para adentro, lo molió can un rodillo de piedra
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