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« Previous Page Table of Contents Next Page »que la pasaba de fogonero a bordo de un bote de va. por con $23 al mes; además de lo cual hacia trabajo·.
de poca monta en carpinterfa. y era, en efecto, el prin· cípal arquitecto de Yzabal, pues tenía entonces en sus
manos un contrato po]: $3.500 para edificar la nueva casa de los Señores Ampudia y Purroy. En otros res– pectos. tengo la pena de manifestarlo: Felipe no era del todo tan respetable; y solamente puedo esperar que no sea su educaci6n americana la que le haya con
4 ducido a tales irregularidades en las cuales pareela pensar él que no babia agravio. Me suplicó que fuera a su casa a ver a su esposa, pero en el camino supe
por él mismo que no (?ra casado;'y dijo, 10 que espero sea uná calumnia contra la buena gente de Yzabal, que
solamente haCía lo que hacían todos los demás. Era
duefio de la casa donde vivía, y por ella, con todo y te– rreno, había pagado doce dólares; y siendo un amo de casa y un americano, traté de inducirlo ,a que aprove..;, chase la oportunidad de la visita del padre, para po~
ner un buen ejemplo casándose; pero él era testaru_ do y me dijo que· no le agradaba tener impedimentos,
y que asi él podríá ir a cualquier parte y ver otra mu–
chacha qlie le pareciese mejor.
Mientras estábamos parados en su puerta, pasó
MI'. Catherwood, que iba a visitar a MI'. Rush, el ma– quinista del vapor, quien habia estado enfermo .a bor~
do. Lo encontramos en una de las chozas del pueblo, en una hamaca, con su vestido pueSto. .Era up, hom_
bre de hercúleas formas de s~is pies y. tres Q. cuatro pulgadas de estatura, y fornido en, proporción, pero yacfa imposibiJitado como un niño. Una· so~a candela puesta sobre el sucio piso daba una mezqulJ)a luz, y
varios hombres de diferentes razas y co~orés, desde
el sajón de rostro blanco 'hasta el indio y el africano, estaban de pie a su alrededor: rudos enfermeros para un hombre habituado a las comodidades de un hogar inglés. Yo traje a la memoria que Yzabal era seña– lado como un lugar malsano; Mr. Montgomery, que publicó. un interesante relato de su visita a Guatema–
la en 1838, me había referido que era poner en pe–
ligro la vida aún el pasa¡' por aHI, y temblé por. el po–
bre inglés. Recuerdo además, lo que es extrano que haya olvidado antes, que aquí murió Mr Shannon, nues– tro encargado de negocios en Centro América. Felipe estaba conmigo, y conocfa dbnde se -:ncontraba sepul– tado Mr. Shannoh, pero en la obscurIdad no pudo se~
ñalar el sitio. Yo tenía el prop6sito de ponerme en marcha en la madrugada; y temiendo que, en el apre– suramiento de la salida pudiese olvidar enteramente el sagrado deber de visitar, en este apartado lugar, la tumba de un americano, regresé a la casa y rogué al
Señor AmPudia que me acompañase. Atravesamos]a plaza, pasamos por los suburbios, Y a los pocos minu– tos nos encontramos fuera del pueblo. Era tanta la
obscuridad que yo apenas podía' ver mi camino. Cru– zando tina honda zanja sobre un tablón, llegarnos a un terreno elevada abi.erto hacia la derecha, que se ex–
tendía hasta el' Golfo Dulce, y por el frente limita–
do por un bosque sombrío. Sobre' la cumbre había
una ruda empalizada de toscos palos sembrados ver– ticalmente, que acercaban la tumba de algún deudo del ~eñor Ampudia; y a un lado de ésta se encontra– ba el sepulcro de MI'. Shannon. Allí no- había pie_ dra ni valla, ni siquiera alguna elevación, ~ara distin_ guirlo del suelo en derredor. Era una triste tumba para un compatriota, e involuntadamente sentí ulIa
aepresión de espiritu. Una fatalidad se habla cernino sobre nuestros diplomáticos nombrados para Centro América: MI'. WilUams, Mr. Shannon, Mr. Dewitt) Mr.
Leggett, todos los que habían sido designados siem·
pre, hablan fallecido. Acudió a mi memoria la ex– presión en la carta de un pariente cercano de Mr. De_
witt: "Ojalá que Ud. sea más afortunado que cual– quiera de sus predecesores". Daba tristeza que uno que había muerto en el exterior sirviendo a su país, fuese abandonado así en una solitaria montaña" sin
una piedra pal'a seIÍ{llar su sepultura. Regresé a la casa) ordené que se construyese una valla en derredor
de la tumba de Mr. Shannoll, y mí amigo el padre prometió plantar a .al cabeza un cocotero.
Al romper el día los arrieros comenzaron a car– gar para el paso de uIa montaña". A las siete de la mañana toda la recua, compuesta de alrededor de cien mulas y de veinte a treinta arrieros estaba ya en ca– mino. Nuestro grupo inmediato constaba de cinco mulas: dos para MI'. Catherwood y para mí,. una parjl
Agustin, y dos para el equipaje: además de lo cual, teniamas cuatro indios cargadores. Si se nos hubiese consultado, quizás en aquella época habríamos tenii· do escrúpulo de usar a los hombres, como bestias de carga; pero el Señor Ampudia había hecho todos los arreglos para nosotros. Los indios estaban desnudos, salvo una pequeña pieza de tela ,de algodón alrededor de los ijares, que les cruzaba por delante entre las piernas. Las cargas se compusieron de modo que, les quedase de un lado una supedicie plana. Los indios scnt{¡ronse en el' suelo Con la espalda ,contra esta su– perficie; se pasaron una correa de través sQbre la fren– te; la que sostenía la carga; y, acomodándola sobre sus hombros, con la ayuda de un palo o la mano de algún mirón se pusieron en pie. Esto. parecía cruel; pero, antes que se hubiese gastado mucha sImpatía por ellos, habían desaparecido.
A las ocho en punto Mr. C. y yo .mon,tQ.mos, Cada uno' armado con un par de pistolas y un largo cuchL
110 de monte, que llevábamos .en un cintur(m alrede– dor del cuerpo; además de ,lo cual, temiendo confiar· lo en oh'as manos, yo llevaba· un b~rómetro de mon– taña colgado en el hombro. Agustín llevaba pistolas
y espada; nuestro arriero. principal, q~e iba montado, llevaba un machete y un p~r de sallguinarias es~
puelas, con rodajuelas de dos pulgadas de largo, so~
bre sus desnudos talones; y otros dos arrieros, cada uno con una escopeta, nos acompañaban a pie~
Un grupo de amistosos mirones nos dijeron acliós dcseándonos buen viaje; y pasando unas casas disper_ sas que constituían los arabales, entramos en un ce~
nagaso Hano salpicado de arbustos y pequefios árbo_ les y a los pocos minutos estuvimos en una ·no inte– numpida selva. A cada paso las mulas se. hundían hasta las cernejas entre el fango,.y muy pronto llega– mos! a grandes lodazales y hoyos de cieno, qu~ me re..
cardaron la terminación del invierno y la solitaria sen· da para bestias en una de n~estras primitiyas selvas de la patria. A medida que avanzábamos, la sombra de los árboles se hacía más densa, y los hoyos más grandes y profundos, y las raices, que sobresalían dos o tres pies arriba del suelo, cruzaban el sendero en todas dIrecciones. Le di el bal'qmetro- al arrIero, ha~
ciendo todo lo posible para mantenerme sobre la silla. Toda conversación terminó, ~ procul"ábamos seguir tan
de e;etca como nos era pO$lble la huella del. arriero; cuando él descendía a un hoyo de cieno y salia arras–
trándose, con las patas de su mula pavonadas de lodo. nosotros le seguiamos, sallendo tan pavonados como él.
La recua de mulas, que había salido antes que nosotros, no iba sino a poca distancia por, delante, y
al ratito oímos repercutiendo por los. montes la fuerte
gritería de los arrieros y el agudo chasquido d~l láti_
go. Nosotros los alcanzamos a la orilla de un arroyo que prorrumpía rápidamente sobre un lecho de pie– dras. Toda la caravana se movía hacia arriba del le_ cho de la corriente; el agua estaba obscurecida por la sombra de los árboles que pendían sobre ella; los arrie_ ros, sin camisa, y con sus largos pantalones arreman–
gados hasta el muslo y abajo de: la cIntUl'a, estaban
dispersos entre las mulas: uno andaba persiguiendo a una bestia extraviada; otro precipitándose hacia una cuya carga se estaba resbalando; un tercero levantando
una que se había caído; otro con el pie apoyado contra el costado de la mula estirando la atadura; todos gri–
tando, maldiciendo y azotando; el todo era una masa de
inextricable confusióin) que presentaba una escena casi atelTadora.
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