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« Previous Page Table of Contents Next Page »ver monos saltando eqtre los árboles, y loros volando sobre nuestras cabezas; pero todo estaba tan apacible como si el hombre jamás hubiera estado antes allí. El pelícano, la más silenciosa de las aves, fué el único ser viviente que mixamos, y el único sonido era el rui– do artificial de nuestra máquina de vapor. El so1ita~
rio desfiladero que conduce a la excavada ciudad de Petra no es más silencioso ni más extraordinario, pero en extraño contraste por su estéril desolación, mien_ tras que aquí todo es exuberante, romántico y bello. Por una extensión de nueve millas el pasaje con– tinuó en medio de una escena de invariable hermosu_ ra, hasta que súbitamente el angosto río se ensanchó entre un gran lago circundado de montañas y tachona– do de islas, que el sol en su ocaso iluminaba con mag– nífico esplendor. Permanecimos sobre cubierta hasta la última hora, y despertamos a la mañana siguiente en el puerto de Yzabal. Una simple goleta de más o nienos cuarenta toneladas indicaba el pobre estado de su comercio. Desembarcamos antes de las siete de la mailana, y aun entonces ya hacía calor. Allí no ha– bia occiso en la ribera. y el empleado de la aduana fué la única persona que nos recibió.
El pueblo está edificado sobre una suave eleva– ción a orillas del Golfo Dulce, con montañas apiladas sobre montañas detrás. Subimos la calle hasta la pla~
za en uno de cuyos lados quedaba la casa de los sc– ña'res Ampudia y Purroy, la más grande y, exceptuan_ do una que ellos estaban entonces ocupados en cons_ truir la única casa de madera aserrada en el lugar. Las ~estantes todas eran chozas, construidas con pa– los y cañas, y techadas con hojas de palmera. Frente a su puerta estaba un amplio cobertizo, bajo el cual hahía bultos de mercaderías, y mulas, arrierps e in~
dios, para transportarlas a través de la Montaña del Mico.
El arribo del padre produjo una gran sensación, Fué anunciado por un alegre repique de campanas en la iglesia, y una hora más tarde estaba vestido con su sobrepelliz y diciendo misa. La iglesia quedaba al fondo de la plaza, y, así como las casas, estaba cons– truida con palos y techada con hojas. Enfrente, a una distancia de· diez o quince pies, habia una gran cruz de madera. El piso era de pura tierra, pero bien ba– rrido y regado con hojas de pino; los costados tenian adornos de ramas y festones de flores, y el altar estaba ornamentado con imágenes de la Virgen y de los san– tos y guirnaldas de flores. Ya hacía mucho tiempo que el pueblo había tenido el privilegio de oír misa, y todos los habitantes, espaiíoles, mestizos e indios, co– rrespondieron al inesperado pero agradable toque de la campana matutina. El piso estaba cubierto de mu_ jeres arrodilladas con blancos chales sobre la cabeza,
y detrás, reclinados contra los rudos pilares, estaban los hombres; y su fervor y humildad, el terroso piso
y el techo de hojas, eran más imponentes que la pom–
pa de adoración en las ricas catedrales de Europa o bajo la cúpula de la de San Pedro.
Después del desayuno preguntamos por un bar– bero y nos enviaron con el recaudador del puerto, quien, se nos dijo, era el mejor cortador de pelo en el lugar. Su casa no era más grande que la de sus ve– cinos, pero adentro colgaba una silla militar, con pis_ toleras y pistolas, y una enorme espada, los aprestos
de colector cuando salía a la cabeza de su comisario a infundir terror en el corazón de un contrabandista. Desgraciadamente el honrado demócrata no estaba en
casa;. pero el comisario ofreció sus propios servicios. MI' C. y yo nos conformamos; pero el padre, que nece– sitaba su tonsura, de acuerdo con las reglas de su or_ den, dispuso esperar el regreso del colector.
Yo en seguida visité al comandante con mi pasa_ parte. Su casa quedaba al lado opuesto de la plaza. Un soldado como de catorce años de edad, con un som– brero de petaté con la copa en forma de campana ca– yéndole sobre los oJos como un apagador sobre una candela, estaba parado en la puerta como centinela. Las tropas, que se componían como de treinta hom-
bres y muchachos. estaban enfl'ente ordenadas en for_ mación, y un sargento, fumándose un cigarro, les da– ba la instrucción de reclutas. El uniforme pretendía ser un sombrero blanco de petate, pantalones de tela de algodón y camisa exterior, mosquete y cartuf'hera. En un particular la uniformidad se observaba estric_ tamente, es d~cír, en que todos eran descalzos. El pri_ mer procedimiento de llamarlos a las filas y alinear· los se omitió; y, sucedió que un muchacho de piernas largas, de seis pies de estatura, estaba parado junto a un muchacho de doce o trece años de edad. El em~
pIcado de la aduana estaba con el sargento, aconse– jándole; y, después de una mar..'\obra y una consulta el sargento se acercó a la fila, J. con la palma de 1~
mano pegó a un soldado en aquella parte del cuerpo que, en los dfas de mi juventud, se consideraba por el
maes!~o de escuela como el canal por donde la ins– trucClOn penetraba en el cerebro del muchacho. El comandante de esta prometedora bandR era Don
Ju~n Peñol, un caballero por nacimiento y (~ducación
qUlen, con otros de su familia, habia sido desterrad¿ por el General Morazán, y buscado refugio en los Es. tados Unidos Su predecesor, que era un oficial de Morazán, había sido expulsado por el partido de Ca_ rrera, y hacía sólo veinte días que él se encontraba en
su lugar.
o
Tres grandes partidos perturbaban a Centro Amé_
rica en esa época: el de Morazán, el anterior presi· dente de .la República, en San Salvadorj el de FelTe~
ra en Honduras, y el de Carrera en Guatemala. Fe– rI'era era un mulato, y Carrera un indio; y aunque no luchaban por la misma causa, simpatizab~n en su o– posición a Morazán. Cuando Mr. Montgomery visi–
tó Guatemala, ésta se encontraba en efervescenoia por el levantamiento de Carrera, quien era entonces re_ putado como el cabecilla de una tropa de bund~os un ladrón y un asesino; sus seguidores eran llamados' ca_ churecos (que significa moneda falsa), y Mr. Montgo– mery me informó que ante él un pasaporte oficial no sería protección de ningún modo. Ahora él era la ca– beza del partido que gobernaba a Guatemala. El se– ñor Peñol nos hizo una triste descripción del estado del país. Una batalla se acababa de librar a inmedia. ciones de San Salvador, entre el General Morazán y Ferrera, en la cual el primero fué herido, pero Ferre– ra salió derrotado y sus tropas destrozadas, y él temía que :Nlorazán estuviese a punto de marchar sobre Gua– timala. Solamente podía darnos pasaporte hasta di_ cha ciudad, el cual dijo no sería respetado por el Ge– neral lVlorazán.
Nosotros nos sentíamos interesados por la situa~
ción del señor Peñol; joven, pero llevando en el rOS~
tro las señales de la zozobra y la ansiedad, conocedor de la nriserable condición del presente, y con espanto_ sos presentimientos para el futuro. Para nuestro gran pesar, los informes que recibimos indujeron a nuestro amigo el padre a abandonar, por el presente, su in–
tento de ir a Guatemala. El había oído todas las te_ rribles historias de la persecución y proscripción de los sacerdotes por Morazán, y pensó que sería peli~
groso caer en sus manos; y yo tengo mis razones para creer que fué este recelo el que por último le hizo a–
bandonar el país.
Por la tarde dí un paseo por el pueblo. Está ha– bitado poco más o menos por mil quinientos indios, negros, mulatos mestizos y de sangre mezclada en to– dos los grados, con unos pocos españoles. Muy pron– to fuí saludado por un hombre que dijo que era mi paisano, un mulato de Baltimore, cuyo nombre era Felipe. El había estado ocho años en el país, y dijo que ya había pensado una vez regresar a la patria co– mo criado por la vía de Nueva Orleans, pero que ha– bía, dejado el hogar con tal premura que no se acordó de traer sus llpapeles cristianos"; de donde yo colegI que era lo que se llamaría en Marilandia un esclavo fugitivo. Era él un hombre de considerable posición,
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