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permiso para que me acompañara Mi hospedador me dió una armazón de cama con un cuero de res como colchón. La noche era calurosa, y lo pUl~e frente a una puerta abierta que miraba hacia afuel;a sobre las aguas del golfo. Las ondas se rompían gentilmente sobre la playa, y era hermoso ver a La Cosmopolita manteniéndose tranquilamente al pairo, sin ni siquie_ ra "Rezoos" o el equipaje en ella,

A las dos de la mañana nos levantamos, y antes de las tres emprendimos la marcha La marea esta– ba baja y por alguna distancia caminamos a 10 largo de la playa a la luz de la luna Al clarear el día al– canzamos al correo enviado para dar aviso de' mi lle· gada; al cabo de una hora cEuzamos el río, de Jesús Maria y a las siete de la manana noS detUVImos para desayúnarnos en la hacienda del mismo nombre. Esta era un miserable cobertizo, con un emparra.., do de ramas a su alrededor, pero t~nía una apariencia de limpieza y comodidad; y "Hez~)Qs" estaba como en su propietario tenía en ella dos mIl cabezas de ganado, y que era dueño de todo el terreno que habíamos ca– minado desde cl mar. "Hezoos" estaba como en su pro– pia casa; y, según me refirió m~.s tarde, en un tiempo había solicitado a una de las hiJas para casarse; pero el padre y la madre no !o a.c,eptaron porque no, lo crc– yeron digno de ella. Anadlo que el1o~ se habI8:11 sor– prendido al verlo .~egresar en tan proSJ?eras cIrcuns· tancias, Y que la hiJa le contó que ella sl€mpre ha r~_

husada casarse con ningún otro con motivo de su carI– ño hacia él.

Mientras que nos desayunábamos, la madr.e me contó de una hija enferma, pidiéndome remedIOS, y por último me suplicó qqe la fuera a ver La puerta se abría por el cobertizo, y todas las rendipas efel cuat:– to sc hallaban cuidadosamente tap.adas, co~o \,~ra eVI– tar hasta el más leve soplo del arre. La Invallda ya– cía sobre una cama en una esquina, con una tela de algodón cubriéndola como un mosquitero. pero baja

y prendida con alfileres en todo el derredor; y cuan– do la madre levantó la cubierta, tropecé con una ~asa

de aire caliente y mals¡:mo que por poco me. domIna. La pobre muchacha estaba tendida boca arriba, con una sábana de algodón bien enrollada alrededo~ del cuerpo, Y ya parecía como preparada par:a el entIerro No tendría más de diez y ocho años; la fIebre acababa de abandonarla, su mirada to~avía era brillante, pero su rostro estaba pálido y cubIerto de m~nchas,. arru_ gas y pliegues de sueíedad. Ella 'padecIa de ~ICb!,~s

intermitentes ese azote que arruma la constltuclOn y lleva a la tumba a miles de los habit~ntes de C.e~_

tro América; y, de' acuerd~ con los obstmados pr,eJUl– cios del país, no se le habla l.avado !a cara por ll?-as de dos meses! Yo con frecuenCIa senha repugnancIa por las largas barbas y c~ras sin lavar d~ los in~ividuos

con calenturas intermItentes, y por la IgnorancIa y los prejuícios del pueblo sobre asuntos medicinales; para ilustrar esto. el Dr. Drivin me refirió un caso prél;cti– cado por una vieja curandera, que ordenó a su paCIen– te un rico propietario de ganado, que se tendIera too

d~s las mañanas desnudo en el suelo, y que degollaran un buey sobre él, para que la sangre caliente pudiera corrtr sobre su cuerpo. El hombre se sometió a la operación más de cien veces, y fué bañado por la san_ gre de más de cien bueyes; más tarde él aguantó un mucho más desagradable procedimiento, y, cosa rara, todavía vive.

Pero retrocedamos; en lo general mi priletica mé_ dica estaba confinada a los hombres, y con ellos yo me consideraba un practicante eficaz. No me gustaba re_ cetar a las mujeres, yen este caso rebatí todas las pre– ocupaciones del país y rebajé mi pericia médica orde– nando, primero, que debían lavarle la cara a la pobre muchacha, pero me salvé un poquito recomendándoles que 10 hicieran con agua caliente. Si ellos me lo a· gradecieron .o no, yo no lo sé, pero tuve mi recompen~

sa, porque miré un rostro agradable, y mucho tiempo después recordé la tierna expresión de sus ojos, cuan_

do se volvió hada mi y oyó el consejo qUe le a su madre.

A las diez reanudamos nuestra jornada. El terre.. no (;l'a plano y feraz pero sin cultivo. Pasamos varias miserables haciendas de ganado cuyos propietarios vivían en los pueblos y tenían m~zos en la finca, pa– ra de vez en cuando reunir y contar el ganado que vagaba libremente n la montaña. A las once pa~amos

la hacienda de San Felipe, perteneciente a un galo ocupado en la minería. Estaba en un extenso claro, y en una espléndida situación, y su limpieza, orden ".>'

buenos vallados indicaban que el galo no había olvida– do lo que había aprendido en el hogar.

Cruzamos el río Surubris y el río Grande o Ma· chuca, y llegamos a la ha"ienda de San Mateo, situa_ da en la Bocn del Monte del Aguacate, y desde este lu_ gar comenzamos a subir. El camino había sido muy mejorado últimamente, pero el ascenso era empinado, desierto y escabroso. A medida que subíamos por el barranco, oímos delante de nosotros un retumbante ruido, que sonaba como un trueno lejano, pero regu_ lar y continuado, y que se hacía más atronador a me– dida que avanzábamos; y por fin salimos a un peque– ño claro y divisamos hacia un lado de la montaña un bonito edificio de madera aserrada, de dos pisos, COIl

un liviano y gracioso balcón al frente; y a un lado se hallaba la atronadora máquina que nos había asusta· do con su ruido. Extranjeros del otro lado del Atlán_ tico estaban taladrando los flancos de la montaña y triturando sus piedras hasta hacerlas polvo en busca de oro. Toda]a cordillera, el mismo terreno que nues_ tros caballos herían con sus cascos, contenía ese teso_

~o por el cual el hombre abandona a la familia y a la patrIa.

Me dirigí a la casa y me presenté yo mismo a don

~Tuan Bardh, el sUperintendent~ un alemán de Fries– burgo Eran como las dos de la tarde y hacía demasia– du calor. La casa estaba amueblada COn sillas, sofá

y libros, y tenía a mis ojos una deliciosa apariencia; pero la vista de afuera lo era lr\ucho más. La corriente que movía la inmensa máquina trituradora había con– vertido el lugar, desde tiempo inmemorial, en una des_ C'ansadera, o punto de descanso para los arrieros. Todo (,staba circundado de montañas, y dircctamente al 1rente se elevaba una a grande altura, en declive, y cubierta de árboles hasta la cima

Don Juan Bardh había sido superintendente de la Quebrada del Ingenio por cerca de tres años. La com_ pañía que él representaba se denominaba la Anglo Costa Rican Economical Minning Company. Había estado en operación durante estos tres años sin pér_ dida alguna, lo cual fué considerado tan ventajoso que ya lJabía aumentado su capital, y estaba a punto de continuar en mayor escala. La máquina que se acababa de instalar, era una nueva patente alemana, denominada Machine for extracting Gold by the Zi– llenlhal Patent Self-acting Cold Amalgamation Pro· cess (crco que no he omitido nada), y su gran valor radicaba en que no requería procedimíentos prelimi_ nares, sino que por una continuada y simple opera_ ción extraía el oro de la piedra. Esta era una inmen_ sa rueda de hierro fundido, por medio de la cual ]a piedra, a medída que llegaba de la montaña, era tri– turada y convertida en polvo; éste pasa entre artesas llenas de agua, y de aJí a un depósito que contiene va· sos, donde el oro se separa de las otras partículas, y se combina con el azogue del clÍal los vasos estaban

provlstoS.

Eran varias las minas al cuidado de don Juan, y después de la comida me acompañó a la de Corrallio, que era la más grande, y que, por fortuna, quedaba en mi camino. Después de una calurosa caminata de me– dia hora, subiendo por tupidos bosques, llegamos al punto.

Según la opinión de unos cuantos geólogos que han visitado ese país. inmensas riquezas yacen sepultadas en la montaña de Aguacate: y muy lejos de estar es_ condidas, los propietarios dicen qus sus lugares se ha_

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