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« Previous Page Table of Contents Next Page »ro, a más de los chinches que siempre infestan un bu– que viejo, yo tenia en mi camarote zancudos, arañas, hormigas y cucarahcas. Sin embargo, no hay parte de
mi viaje sobre la que yo pueda reflexionar con tan tranquila satisfacción como esta travesia en el Pacifi– co. Yo tenia a bordo a Gil BIas y a Don Quixote en el idioma original, y todo el día sentado bajo un toldo, compartía mi atención entre ellos y la gran fila de gi_ gantescos volcanes que tachonan la costa. Antes que esto se hiciera tedioso llegamos al Golfo de Papajayo (Papagayo), la única salida por la que los vientos del Atlántico pasan al Pacifico. El delfin, el más hermoso
pez que nada, jugueteaba bajo nuestra proa y popa,
y nos acompañó lentamente al costado. Pero los mari– neros no respetaron sus dorados lomos. El contra– maestre, un sanguinario joven francés, se mantuvo por horas con un arpón en la mano, arrojándoselo a varios de ellos, y por fin sacó uno a bordo. El rey de los ma– L'es parecía consciente de su decaída condición; sus bellos colores se apagaron, y se puso manchado, y por último pesado y sin brillo, como cualquier otro pesca–
do muerto.
Pasamos en regular sucesión los volcanes de San Salvador, San Vicente, San Miguel, Telega (Telica), Momotombo, Managua, Nindiri, Masaya y Nicaragua, cada unó de por sí un majestuoso espectáculo, y todos juntos formando una cadena con la cual ninguna otra en el mundo puede ser comparada; en verdad, esta costa ha sido bien descrita como "erizada de conos volcánicos". Por dos días nos mantuvimos con las ve_ las agitadas a la vista del Cabo Blanco, el alto pro_ montorio del Golfo de Nicoya. En la tarde del treinta y uno entramos al golfo. En linea con la punta del cabo estaba una isla de roca, con altas, desnudas y pre_ cipitadas faldas y la cima cubierta de verdor. Era casi la puesta del sol; por cerca de una hora el cielo y el mar parecían encendidos con el reflejo de la ago– nizante luminária, y la isla de rocas parecía como una fortaleza con sus torrecillas. Era un panorama de gloriosa despedida. Yo había pasado mi última no– che en el Pacífico, y las montañas del Golfo de Nico– ya se juntaron a nuestro ah'ededor.
Temprano por la mañana teníamos la marea a nuestro favor, y muy pronto) dejando el cuerpo princL pal del golfo giramos a la derecha, y entramos en una beIla y pequeña ensenada, que forma el puerto de Cal_ dera Al frente quedaba la Cordillera de Aguacate, a la izquierda el antiguo puerto de Punta Arenas, y a la dt.recha el Volcán de San Pablo. En la playa estaba una casa larga y baja construido sobre pilotes, con techo de barro, e inmediatas a ella había tres o cuatro chozas de paja y dos canoas. Anclamos frente a las casas, y
aparentemente sin llamar la atención de ninguna al_
ma en la playa
Todos los puertos de Centro América sobre el Pa– cífico son insalubres, pero este se consideraba mortí– fero. Yo habia entrado sin temor a ciudades donde la peste estaba en toda su 'intensidad, pero aquí, cuando me vi en tierra, había un silencio de muerte que hacía estremecer. Para salvarme de la necesidad d dormir en el puerto, el capitán envió un bote a tierra con mi criado para conseguir mulas con las cuales yo pudie_ ra pro'seguir inmediatamente hasta una hacienda a dos leguas más allá
Apenas habia partido nuestro bote cuando vimos tres hombres bajando a la playa, quienes al punto sa_ lieron a la mar en una canoa, encontraron a nuestro bote lo hicieron regresar Y nos abordaron ellos mis_ mos: Eran dos remeros y un soldado, y este último informó al capitán que, por un reciente decreto, a nin_ gún pasajero le era permitido desembarcar sin permi– so especial del gobierno, por lo cual era necesario en– viar una petición a la capital, y esperar a bordo la res– puesta. Agregó que el último barco llegado al puerto se encontraba lleno de pasajeros, quienes se vieron obligados a esperar doce días antes que la licencia fue_ ra recibida. Yo ya estaba acostumbrado a todas las molestias en los viajes, pero no pude soportar tranqui_
lamente ésta El capitán hizo un atrevido esfuerzo a mi favor diciendo que él no tenia pasajeros; que él llevaba a bordo al Ministro de los Estados Unidos, que estaba haciendo un viaje por Centro América, y a quien
be había tratado cortesmente en Guatemala y San Sal_ vador, y que seria una indignidad para el gobierno de Costa Rica el no permitir su desembarque. Le escri– bió con el mismo fin al 'capitán del puerto, quien, al regreso del soldado, llegó personalmente. Ya estaba yo casi harto de vejaciones, y el capitán del puerto dió fin a dos vasos de vino antes de que yo tuviera el valor de presentarle el asunto. Me respondió con to– da cort17sía, diciendo que sentía mucho que la ley fue– ra t~!l Imperativa y que le impidiera disponer a dis ... cresIOn: Yo le contesté que la ley tenia por objeto prevemr la entrada de personas sediciosas emigradas
y expulsadas de otros Estados, que pudierail perturbar .la paz de Costa Ri~a, pero que ella no podía referirse
a U~I caso como el mío, haciendo al mismo tiempo hin_
cap~é en mi carácter oficial. Por. fortuna para mí, él tema un alto concepto del respeto debido a ese carác_ ter, y, aunque en posesión de un cargo subordinado
tema el noble afán de no dar motivo para que a su Es~
tado se le fuera a tildar de falto de cortesía para con un extranjero acreditado. Por largo rato él no supo que hacer; pero por fin, después de mucha delibera– ción, me pidió que esperase hasta la mañana siguien– te, mientras que él podía despachar un correo para informar al gobierno detalladamente, y entonces to_
mar sobre sí la Tesponsabilidad de permitir mi desem_
barque. Temeroso de cualquier accidente o de algún cambio de propósito, y ansioso de poner mis pies en tierra, le sugerí que, para evitar el viaje con el calor del día, me sería preferible dormir en la playa y así estar listo para salir de madrugada, a lo cual accedió. En la tarde el capitán me llevó a tierra. En la pri_ mera casa vimos dos candelas encendidas alumbrando el cuerpo de un muerto, Todos los que vimos estaban enfe:"mos, y todos se quejaban que el lugar era fatal para la vida humana. En efecto, estaba casi desier– to; y, no obstante sus ventajas como puerto) el gobier– no, pocos días después, dio una orden para desocupar– lo y regresar al antiguo puerto de Punta Arenas. El capitán todavía estaba sufriendo fiebres intermitentes, y de ninguna manera quería quedarse después de en_ trada la noche. Yo estaba tan feliz de hallarme en tie_ rra, que si me hubiera encontrado con una calavera a cada paso, éstas difícilmente me habrían hecho retro'– ceder.
El último extranjero que estuvo en el puerto era
un americano di¡;tinguido. Su nombre era Handy; yo había oído primero de él en el Cabo de Buena Espe– ranza, cazando jirafas; después me lo encontré en Nue– va York, y lamenté excesivamente el no hallarlo aquí. Habia viajado desde los Estados Unidos atravesando Tejas, México y Centro América, con un elefante y dos dromedarios como guias de sus filas! El elefante era el primero que se vQia en Centro América, y a menu– do oí hablar de él en los pueblos con el nombre de El Demonio. Seis días antes, Mr. IIandy, con su intere,– sante familia, se habia embarcado l'umbo al Perú, y quizá en estos momentos estará cruzando las pampas con dirección al Brasil.
Decidido a no perder de vista a mi amigo el capi– tán del puerto, con mi equipaje en los talones bajé por la playa hasta la aduana. Esta era un edificio de madera aserrada, como de cuarenta pies de largo, si_ tuado a poca distancia arriba de la señal de la alta ma–
rea sobre pilotes como a seis pies fuera del suelo. Era el punto de reunión de las diferentes personas con em– pleos del gobierno, civil y militar, y de dos o tres mu– jeres empleadas por ellos, La fuerza militar se com– ponía del capitán del puerto y del soldado que nos abordó, de modo que yo no tenia mucho temor de ser rechazado a punta de bayoneta. Durante la noche surgió una nueva dificultad con respecto a mi criado, pero, considerándome yo mismo Plcdianamente segu_ ro, insistí en que él constituía 'mi séquito, y obtuve
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