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sión, unos pocos cientos de españoles, por su valor su– perior y su destreza, y con formidables al mamentos, habían conquistado a toda la población indígena Na– turalmente pacífico y mantenido sin armas, el pueblo conquistado permaneció quieto y sumiso durante las tres centurias de dominación española. En todas las guerras civiles que siguieron a la independencia, ellos habían representado un papel de segunda importan_ cia; y en los tiempos que precedieron a la insurrec_ ción de Carrera, permanecían completamente ignoran– tes de su propia fuerza física. Pero este temible des– cubrimiento ya estaba hecho ahora. Los indios cons– tituían las tres cuartas partes de los habitantes de Guatemala; r;>ran los dueños hereditarios de la Herra, por primera vez desde que cayeron bajo el dominio de los blancos, se encontraban organizados y armados bajo un jefe de su propia raza, quien prcfirió por el momento sostener al partido central Yo no shnpati– zaba con este l)arttdo, pOl'que creía que en su odio ha– cia los liberales estaba adulando a un tercer poder qne podría destruirlos a los dos; acompañándose de una bestia salvaje que en cualquier momento podría vol_ verse y hacerlos pedazos. Yo estaba persuadido que ellos jugaban una partida con la ignorancia y con los prejuicios de los indios, y por medio de los sacerdo– tes, con su fanatismo religioso; divirtiéndolos con fies– tas y ceremonias de iglesia, lJersuadiéndolos que los liberales intentaban la demolición de los templos, la muerte de los sacerdotes y hacer volvcr al país a la obscuridad, y on la confusión general de los elementos, no había un hombre de disposición suficiente entre ellos, con la influencia de nombre y posición social, para reunir a su alrededor a los hombres más capaces y honrados del país, reorganizar la despedazada re– pública y salvarlos de la desgracia y del peligro de hu– millarse a un muchacho indio, ignorante y sin edu– cación.

Tales eran mis sentimientos, POi:" supuesto yo evi_ taba el manifestarlos; pero como yo no denunciaba a sus opositores, algunos me miraban con frialdad. En– tre ellos las diferencias políticas rompían todos loS vínculos. Los peores ultrajes de nuestros partidos son moderados y suaves comparados con los términos en que ellos se expresan el uno del otro Nosotros rara vez hacemos más que llamar a los hombres ignoran– tes, incompetentes, pícaros, indecorosos, desleales, de– pravados, subversores de la constitución y comprados con el 01'0 británico; allá un opositor en política es un ladrón, un asesino; y es una alabanza el que se admi– ta que él no sea un sanguinario asesino. Nosotros nos quejamos que nuestros oídos se ofenden constantemen– te y que nuestras pasiones se exaltan con las irritadas discusiones políticas. Allá sería un placer oír una buena, honrada, acalorada e irritada disputa política. Yo he viajado por todos los Estados y jamás oí ningu–

na~ pues nunca encontré juntos a dos hombres de di– ferentes opiniones cn política. A los partidarios ven– cidos se les fusila, se les destierra, se les hacc huír o se les considera moralmente apestados, y jamás se a– treven a expresar sus opiniones frente a alguno del partido dominante. Nosotros acabamos de pasar por ul1a lucha política violenta: veinte millones de almas han estado divididas casi hombre a hombre, amigo contra amigo, vecino contra vecino, hermano contra hermano e hijo contra su padre; además de las hon– radas diferencias de opinión, la ambición, la necesidad

y el vehemente deseo del poder y de los cargos pú-– bUcos, han excitado las pasiones algunas veces hasta la ferocidad Dos millones de hombres sumamente excitados han hr.tblado abiertamente y sin temores. Se contaron, y la primera regla de la aritmética fué la que decidió entre ~l1os; y al partido derrotado toda– vía se le permite vivir en el país; a sus esposas e hi~

jos se les deja en Ubertad; aún más: ellos pueden murmurar er.. las calles y enarbolar sus banderas de de desafío, de continua y determinada oposición y, a pesar de todo los pilares de la república no se han

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desquiciado! Entre un millón de hombres coniraria– dos, nunca, con toda la fragilidad de las pasiones hu_ manas, ha habido el más leve soplo de resistencia a la constitución ni a las leyes. Jamás el mundo ha prestn– ciado tal espectáculo, tal prueba de la capacidad del pueblo para gobernarse a sí mismo. ¡Ojalá que sea así por mucho tiempo! Pueda la lengua marchitar las atrevidas pré.dicas de resistencia a las urnas electora– les, y que pueda la influencia moral de nuestro ejem~

plo llegar a nuestras hermanas repúblicas enloqueci– das, deteniendo la espada de la persecución en manos del vencedor y destruyendo el espíritu revolucionario en cl partido derrotado

EnelO 19 de 1840. Est~ día, tan lleno de recner– dos del hogar_nieve, y rojas narices y labios azules fuera de las casas, y flameantes fuegos y bellos roS– iros adentro-----< amaneció en Guatemala como una ma– ñana de primavera El sol parecía regocijarse ante la hermosura de la tierra que alumbraba. Las plantas florecían en lOS paHos, y las montañas visibles por arri– ba de los teiados de las casas, estaban sonrientes de verdor. Las campanas de treinta y ocho iglesias y con~

ventos proclamaban la llegada de un nuevo año. Las tiendas estaban cerradas como en día domingo; no ha– bía mercado en la plaza. Los caballeros, bien trajea– dos, y las señon~s con negros mantos, cruzábanla para asistir a la misa mayor en la catedral. La música dc Mozari henchía las 'naves. Un sacerdote en extraña lengua proclamaba la moralidad, la religión y el amor a la patria. El piso del templo estaba atestado de blancos, de mestizos y de indios. Sobre un alto ban– co opuesto al púlpito estaba sentado el Jefe del Esta– do, y a su lado Carrera otra vez vestido con su valio– so uniforme. Yo me recliné contra un pilar del lado opuesto y observé su rostro; y si no me equivoco, ha– bía olvidado la guerra y las manchas de sangre de sus manos} y toda su alma se encontraba llena de fanático entusiasmo; exactamente como los sacerdotes querían mantenerlo Yo verdaderamente creo que él era sin– cero en sus impulsos, y que habría hecho lo justo si hubiera sabido cómo hacerlo; Los que tomaron a su cargo el guiarlo tienen una tremenda responsabilidad. Terminad"a la ceremonja, se abrió un camino entre la multitud. Carrera, acompañado de los sacerdotes y del Jefe del Estado, torpe en sus movimientos, con los ojos fijos en el suelo, o con furtivas miradas, como in– quieto de ser objeto de tanta atención, caminó bajo la nave. Unos mil soldados de apariencia feroz esta– apostados frente a la puerta. Un estruendo atrona.,. dor de música 10 saludó, y el semblante de los hom_ bres resplandeció de devoción hacia su jefe. Desple_ góse una ancha bandera con franjas de negro y rojo, con una divisa de una calavera y huesos en el centro, y en un lado las palabras "¡Viva la Religión!" y en el otro "¡Paz o muerte a los Liberalesl". Carrera se pu– so a la cabeza con Rivera Paz a su lado y, con la ho– rrible bandera flotando al viento y una atronadora y

penetrante música, y con el silencio de la muerte al– l'ededor, escoltaron al Jefe del Estado hasta su casa. ¡Cuán diferente del día de Año Nuevo en el hogar! Fanático en religión como yo conocía al pueblo, y

violento en animosidades políticas, no creí que tal a~

frenta fuera patrocinada, como el ostentar en la plaza de la capital una bandera que enlazara, en una sola, el sostenimiento de la religión y la muerte o sumisión del partido Jibera!. Mas tarde, en una conversación con el Jefe del Estado. me referí a esta bandera. El no había reparado en ella, pero pensaba que la última cláusula sería "Paz o muerte a los que no la quieran". Esto no alteraba su carácter atroz, y solamente agrega– ba al fanatismo lo que él toma del espíritu de partido. Creo, sin embargo, que no me había equivocado; por_ que al regreso de los soldados a la plaza, Mr. C. y yo los seguimos, hasta que, según pensamos, el pOftaes.. tandarte contrajo los pliegues de la bandera expresa– mente para ocultarla, y algunos de los oficiales nos mi– raron tan sospechosamenie que nos retiramos.

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