Page 108 - RC_1968_12_N99

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tabao dos venerables ceibas, y desde el atrio dominá– base una espléndida yista panorámica de los volcanes

y montañas de la Antigua.

Por las.calles se encontraban soldados e indios ho– nachos. Me dirigí a la casa del corregidor don Juau

de Dios de Guerra y, con Romaldi sirviéndome de

guia, anduve hacia abajo hasta la ribera de un herma,_ so río que hace de Escuintla, durante los meses estL· vales de Enero y Febrero, el gran balneario de Guate– mala. La ribera era alta y hermosamente sombreadfl. y, df:sce~diendo al río por una angosta senda en medIO

de rocas perpendiculares en un romántico lugar, don_ de muchos amantes de Guatimala han sido precipita– dos, por las encantadoras influencias alrededor, a una prematura efusión de sus esperanzas y temores, me senté sobre una piedra fe lavé los pies.

Al regreso me detuve en la iglesia La fachada es_ taba hendida de arriba abajo por un terremoto, y las porciones divididas se encontraban separadas, pero las torres estaban enteras. Subí a la pa~te alta. y miré hacia abaio el área destechada. Hacla el onente la obscura linea de bosques estaba interrumpi?a por las espirales de humo de UDas pocas chozas dlspersas, y

respaldada por verdes montañas, por conos de volca– nes con sus cimas escondidas entre las nubes, y por la Roca de Mirandilla, inm~nsa mole de pela~o grani– to que se eleva entre las clIDas de las montanas, hen_ dida y castigada por los rayos. Por el oeste, el sol, al ocultarse iluminaba un bosque de sesenta millas, y

más allá de'rramaba sus moribundas glorias sobre to_ do el Océano Pacífico.

A las dos de la mañana bajo la brillante claridad

de la luna y con un S910 guía, salimos para el Pacífico. El camino era ulano y arbolado. Pasamos POlO un tra_ piche o molino- cíe azúcar, movido por bueyes Y, antes del amanecer, llegamos al pueblo de lVIasagua, a cua– tro leguas de distancia, edificado en un claro del bos–

que, a cuya entrada ip'aramos bajo 'I¡ln bosquecillo de naranjales, y a l~ luz de la luna nenaJ'!1os nuestros bol– sillos y alforjas con la resplandeCIente fruta Nos amaneció en medio de una selva de gigantescos árbo_ ies de setenta y cinco a cien pies de elevación, y

<le veinte a veinticinco de circunferencia, con enreda– deras eDl'OJJada'1 alrededor de sus troncos y colgando

de sus ramas El camino era apenas Una vereda abier·

ta a través de la selVa! cortando Iso arbustos y las ra– mas. La frescura de a mañana era deliciosa. Noso_ tros habíamos descendido de la meseta llamada las tie_ rras templadas y ahora nos encontrábamos en laS tie–

rras calientes; pero a las nueve de la mañana, el brí· llo y el calor del sol no penetraban la densa sombra de la selva. En algunos lugares, las ramas de los ár– boles, recortadas por el machete de un arriero de paso,

y revestidas con un ropaje de vides y enredaderas, de frutas rojas y Durpurinas flores, formaban por largas distancias arcos natm'ales más hermosos que ninguno jamás formado por el hombre; y allí había loros y o– tros pájaros de bellisimo plumaje revoloteando entre

los úrboles; entre ellos guacamayas o graneles papaga_ yos revestidos de plumas rojas, amarillas y verdes, y q~e al volar ostentában ,un espléndido plumaje. Pe_ ro también alH había zopilotes y escorpiones, y, co– rriendo a través del camino y arriba de los árboles in– numerables iguanas y lagartijas, desde una pulgada hasta tres pies de largo. El camino era un simple ras_ tro entre los árboles enteramente desolado aunque por dos veces nos encontramos con arrieros que con_ ducían mercaderías del puerto. A la distancia de do– ce millas llegamos a la hacienda de Narango ocupa· da por un mayordomo quien cuidaba el ganado del pro– pietario que vagaba libremente por los bosques; la ca_ sa estaba aislada en medio de un claro. construida de palos y con un corral de ganado al frente; y yo obser– vé una vaca con su ternero, lo que era una señal de leche. Pero para ordeñar la vaca lo primero que de– bía hacerse era lazarIa. El mayordomo sali6 con un lazo y, procediendo de acuerdo con la naturaleza, lazó primero al te.rr:ero y en seguida a la vaca, asegurán-

dala por los cuernos junto a un poste. La choza tenía solamente un huacal, hecho de una calabaza, y ere. tan pequeño que nosotros nos sentamos junto a la vaca llara no perder mucho tiempo. Teníamos pan, choco– late y salchichas, y, después de cabalgar veinticuatro

millas, tomamos un glorioso desayuno; pero agotamos a la pobre vaca y yo tenía vergüenza de mirarle la cara al ternero.

Reanudando nuestro viaje, a una distancia de nue– ve mjllas llegamos a ]a solitaria hacienda de Overo. La totalidad de esta inmensa llanura estaba densa.., menle arbolada y entermente sin cultivo, pero el sue_ lo era fértil y capaz de mantener, can muy poco tra– bajo, a millares de habitantes. Más allá de Overo, la región era abierta en varios lugares, y el sol batía con ardiEnte fuerza. A la una de la tarde cruzamos un puente rústico, y a través de los árboles divisamos el tío Michatoya. Seguimos a lo largo de su ribera y muy pronto oímos, rompiéndose sobre la playa, las olas del gran océano del sur.

El ruido era grandioso y solemne, dando una fuer– te impresión de la inmensidad de esas agu'as, que han estaáo en movimiento desde la creación, por más de cinco mil años, desconocidas para el hombre civiliza– do. Yo estaba poco dispuesto a perder )a impresión,

y caminé muy despacio por entre los árboles escu– chando la sublime música que siempre llegaba' a mis oídos. El camino terminaba sobre la orilla del rio y yo habia cruzado el Continente de América.

Sobre el lado opuesto había una gran barra de arena con una asta de bandera, dos chozas construi– das eOIl palos y techadas Con hojas, y tres cobertizos de la misma ruda construcción; y sobre la barra se veían los mástiles de un buque fondeado en el Pacífi– co. Este era el puerto de Istapa. Gritamos por sobre el estruendo de las olas y Un hombre bajó a la ribera y, desatando una canoa, cruzó el río hacia nosotros Mientras tanto, el interés de la escena fuá algo inte– rrumpido por un asalto de zancudos y mosquitos. Las mulas sufrieron tanto como nosotros; pero yo 110 pude

hacerlas cruzar y me vi obligado a amarrarlas Qajo los árboles. Ni Romaldi ni mi guía pudieron ser persua_ didos para estarse allí y cuidarlas; decían ellos que seria ]a muerte dormir en tal lugar. Este río es el des–

aguadero del lago de Amatitlán y se dice que es nave– gable desde las cataratas de San Pedro Mártir, a se· tenta millas de su desembocadura; pero no hay botes sobre sus aguas y sus riberas se encuentran en su pri– mitiva rusticidad. El paso estaba en la antigua des_ embocadw'a del río. La barra de arena se extiende corno a una milla de distancia y ha sido formada des_ de la conquista Al desembarcar me dirigí, cruzando la arena, a la ~asa "O choza del capitán del puerto, y

unos pocos pasos más allá vi realizado el objeto de

mi viaje: las ilimitadas aguas del Pacífico. Cuando Núfiez de Balboa, después de cruzar ríos y pantanos, montañas y bosques, que nUnca habían sido cruzados sino por descaminados indios, bajó a las playas de es_ te recién descubierto mar, avanzó por en medio de las olas con su escudo y sable a tomar posesión de él, en nombre del rey su señor, jurando defenderlo en armas contra todos sus enemigos. Pero Núñez tenía la se– guridad de que más allá de ese mar "él encontraría inmensas cantidades de oro, de tal modo que las gen– tes podrían comer y beber en trastos de este metal" Lo único que ahora me quedaba por hacer era regre– sar. Ya había cabalgado casi sesenta millas, el sol estaba inmensamente ardoroso, ]a arena quemante, y muy pronto entré a la choza y me tendí sobre IDla hamaca. La choza estaba construida con palos sem_ brados en la arena y techada con ramas de árboles; amueblada con una mesa de rndera, un banco y algu_ nas cajas de mercaderias y nubes de mosquitos. El capitán del puerto, a medida que los ahuyentaba con una escoba, se quejaba de la desolación y tristeza del lugar, de su ais1amiento y separación del mundo, de su insaiubridad, y de la miseria de un hombre sentencia· do a vivir al11; ¡y sin embargo temía el resultado de la

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