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ña y aDla~le señorita de ojos negros, hija de nuestra hospedadora, y pude oída rebuU~ndose en su cuarto Y agradecer la galantería mediante una breve charla con su Lotario en la reja de la ventana.

CAPITULO 12

SIGUEN LAS FIESTAS - REGRESO A LA CAPITAL.

Domingo, 22 de Mayo. - Hace hoy un mes que salí de San Cosme. En tan corto período he vis– to muchas cosas divertidas y extrañas por cierto. Mi viaje a la costa fue de una rapidez insólita, según tengo entendido, y las gentes apenas podían creer 4ue yo hubiese logrado Uegar al corazón de su país en tan poco tiempo, porque la desgracia de los viajeros en aquellas tierras es tener que aguardar que se presente un medio de transporte. No es lo corriente ser recogido en el momento de llegar a la costa por una fragta británica, para Uevarlo a uno a su destino. He dicho que era un domingo por la mañana. A las cinco tocaban las campanas a misa. Me levanté temprano, encontrando la plaza atestada de gentes que venían de todas partes para cumplir con sus deberes religiosos. La iglesia es grande, có– moda y puede contener ampliainente de 400 a 500 personas. Diversas congregaciones la llenaron suce· sivamente hasta las once, hora en que fueron cerradas las puertas. Toda la plaza se había convertido entonces en una feria; por todas partes habían colocado-barracaS y mesas y en ellaS'estaban expuestas, como al azU, las diversas mercaderías traídas por los tenderos de la capital. Grupos de éstos guisaban su comida, al modo de los gitanos, debajo del árbol que ocupaba por supuesto el centro de la plaza; otros se paseaban en las lindas y umbrosas callejuelas que se extendían en todas direcciones o esta· ban sentados en alegres grupos en las ventanas y pllertas de sus estrechas viviendas. Aquello tenía un aspecto de vida y de trabajo, aunque la verdad es que no se hacía nada, como si todo fuese vana agio tación, igual a la de una abeja encerrada en un botena vacía.

Comimos a la una, y a»enas habíamos terminado, se llenó de pronto la calle de gente. Había una riña de gallos en una gallera improvisada casi enfrente de nuestra casa. Pagué una friolera por entrar

y tuve el placer de verme sentado en un palco en medio de a1gunasde mis beIlas compañeras de la noche anterior. Reinaba mucha orden y decencia y salvo que en los bancos de atrás se suscitarOll algunas diferencias de opinión sobre apuestas, diferencias de ningún modo frecuentes, pero que no por esto habían dejado de ser un rompecabezas para la "junta de reelamos",-la función fue muy ¡us· tada y brillante. Los gallos estuvieron bien casados y su t:!8tampa habría satisfecho la erudición y la crítica del mismo Columela. (1). Nunca he podido presenciar las hazañas de estos animales batallad~

res sin sentir respeto por ellos. No se pnede dejar de rendir homenaje a la bravura ingénita cua· lesquiera que sean las inclinaciones morales del animal que la posee. Cierto es que el gallo es poli– gamo; pero, como dijo el otro: "Es un buen marido y un padre amoroso". "Su ternura es tal para Con sus polluelos -dice Arlstófanes- que al contrario de lo que suelen hacer otros muchos machos, escarba y los provee de alimentos Con una asiduidad casi igual a la que despliega la gallina; y es tan generoso que al hallar on tesoro de carne escondido. cloquea para llamar a las gallinas y se los abandona toda sin tocar un sólo pedacito". Sin embargo parece ser, en la casa de fieras de la Natura· leza, el instrumento físico destinado a establecer y sancionar el predominio de la fuerza sobre el dere– cho, rec/)mendación que sería de muy dudosa calidad si no tuviese el apoyo del mismo autor, el cual lo compara de consiguiente con el rey de Persia; tiene también el de la observación de Plinio que dice: "imperitant suo generi, et regnum, in quacunque sunt domo, exercent". Al terminar el espectáculo em pezó la estación lluviosa.

Dorante todo mi viaje casi no había caído del cielo una gota de agua, y hete aquí que rompió a llo– ver tan fuerte que con dificultad pude atravesar la calle sin quedar calado hasta los huesos. No había

un coche ni otro vehículo y escasamente un paraguas, lo cual era mucho descuido, porque los ha– bitantes debían saber, sin necesidad de que se los dijese níngún almanaque, que "se esperaba mucha llu–

via en esa época". Lo cierto es que una vez entabladas las lluvias. su regularidad y precisión son tan grandes que con la ayuda de un reloj medianejo y nn buen cabalIo, casi siempre puede uno librarse de eIlas. Aquel inesperado aguacero pareció perturbar muy poco a ia concurrencia. Algunos se fueron tranquilamente bajo el agua y otr/)s se pusieron a reil' y charlar en el zaguán y las puertas de la casa, como esperando prudente pero irreflexivamente que cesase. La parte inanimada de la Creación sintió sus efectos de diferente manera. El suelo reseco burbujeaba y borbotaba como un borracho; los pláta– nos larguiruchos se doblegaban y retorcían como un enfermo en un baño de ducha y las tejas iban de– sertando de sus filas, una tras otra, com/) los malos soldados, dejando el paso libre al enemi~.

Cuando el aguacero estaba en su apogeo vi dos jinetes que venían por la calle a todo galope. Se de– tuvieron en la puerta de la gallera: estaban cubiertos de grandes capas, y, sin apearse del caballo, to

(1) Tratadista romano de agricultura que floreció en la primera mitad del siglo 1 de nuestra Era. La más famosa de sus obras es De Re Rustica. N. del T.

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