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« Previous Page Table of Contents Next Page »mOs allí una señora que estaba postrada en cama desde hacía varios meses a consecuencia de un mal parto. No pude entender bien los motivos de su enfermedad, pero la pobre mujer estaba horriblemen– te pálida y demacrada, y a juzgar por la clase de remedios que le daban los que la asistían, habían muy pocas probabilidades de que se curase~ No se quiénes fuesen esos asistentes, pero temo que la medici. na y la cirugía estén tan atrasadas en la capital como en todo el país. Habiendo despachado el almuer– zo (que estaba muy bueno, dicho sea de paso), en galería exterior de la casa, nos acostamos a dQrmir la siesta. Doña Vicenta y D. José prefirieron hacerlo en sus hamacas que se colgaron en la galería, y como había dos camas en el cuarto adyacente, las ocupamos la señorita y yo.
A medida que nos acercábamos al pueblo de Amatitlán el paisaje era cada vez más interesante. Desde la cima de una gran cuesta a donde llegaron nuestras bestias con mucho trabajo. las vistas eran encantadoras y terroríficas, como los hechizos de una linda mujer demente. A la derecha se erguían abruptas las montañas, surgíendo de los valles profundamente enclavados a sus pies. Por un lado había matorrales suSpendidos sobre barrancas escarpadas que parecían no tener fondo desde donde las mi· rábamos; por otro, terrenos cultivados con esmero y cubiertos de risueñas cosechas. A la izquierda el panorama era más sorprendente aún. Parecía como si en medio de sus más felices trabajos, la Natura·
le~ hubiese abandonado caprichosamente su labor, prodigando materiales tan escogidos como abun· dantes.
Amatitlán, el pueblo a donde nos encaminábamos, está situado en medio de bosques de exuberan· te verdor. Sus casas con techos de tejas coloradas despertaban ideas de paz doméstica y confort social, realz.ando el efecto apacible del paisaje. Dominándolo todo, una montaña muy alta y cubierta de bos– ques proyectaba una parte de su sombra sobre el lago que yace a sus pies. Bajar por el bosque parecía difícil y. tal vez imposible, a no ser por la reflexión de que a menudo lo hacía notros. A medida que íbamos bajando nos acercábamos cada vez más al objeto que perseguíamos, y al revés de lo que su– cede con la mayor parte de los objetos que persiguen los hombres, cuando lo hubimos alcanzado lo encontramos más interesante; Al pie de la cuesta había una especie de casa de espera o de reu.nión pa– ra los que suben o bajan aquel precipicio aterrador. Los que suben hacen bien en prOVéei'se de al– go ,que les permita afrontar las dificultades de la: ascensión, y los que han corrido los peligros de la ba– jada merecen a:1guna recompensa.
Entramos en el pueblo a eso de las seis de la arde. alojándonos en una casa que no puede decir hubiese sido preparada para recibirnos. Constaba por supuesto de dos cuartos; el uno tenía alrededor de veinte pies de largo -cerca de las tres cuartas partes de la extensión del edificio- y el otro, colo· cado en ángulo recto al final del mismo, medía unos quince pies de largo por ocho de ancho. Este úI·
timo se comunicaba con el más grande por un marco de puerta y. formaba el ala izquierda o extremi· dad de la casa. Detrás de ésta había tres o cuatro chozas repletas de hombres, mujeres y niños. Como no tenían más que un cuarto y una cocina, yo me preguntaba dónde iban a dormir todos; pero la manera como nos acomodamos nosotros no tardó en darme la solución de la dificultad. Dicen' que nusetro modo de comer, beber y dormir no es natural; pero allí se hacían estas cosas en la forma más sencilla y por lo tanto más natural que me ha sido dado ver. En el cuarto en que yo dormí se pre· prapararon las camas de .ci,nco caballeros, y tres más para las seiíoras en la habitación contigua, amÉn de las criadas que durmieron en el piso de esta última.
En la comida, la mesa estaba profusamente cubierta de manjares exquisitos. Los caballeros se mostraron muy sobrios; dos Ó tres copas de vino fue todo 10 que bebieron; pero antes de que alzaran los manteles se entregaron a los placeres del cigarro. Un glotón podría haber dicho, como aquel per– sonaje de un drama antiguo: ''Todas nuestras a:1egrías terminan en bumo", pero a mis compañeros se aplicaban las pa:1abras del poeta: "NQnca termina; siempre está empezando". No había conclui– do nuestro esparcimiento cuando se nos invitó especialmente para un 'baile. Me a:1armé un poco por no tener un traje a propósito para el caso, pues iba vestido de una chaqueta de cachemira con bordados y galones, ta la mexicana, de un chaleco blanco y pantalones. y dudaba de que mi chino, gran enemigo de las ropas superfluaus, hubiese puesto en mi equipaje lo que los sastres llaman un "frac de etiqueta":
(1). pero mis especulaciones cesaron en cuanto manifesté las dudas que tenía sobre la corrección de
mi traje. Se me asegur~, q~e .se trataba de una fles ta sans céremonie (2). y sin pedir el coche. porque el baile .era a menos de cién yardas dé la casa, nos fuimos todos a pie. La música había atraído a la puerta de la casa en que se daba el baile a los desocupados del lugar y a los forasteros que habían
(1) En aquella época, el frac no era como ahora un vestido exclusivamente negro Y de etiqueta. Se usaba también como traje de calle; pero los que' se estilaban por la noche eran por lo general de colores más claros. N. del T.
• : ~. l· (2) En francés en el texto.
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