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CAPITULO 2

LOS CANDOROSOS HABITANTES DE AMATES. - ALOJAMIENTO EN TEPECOAJUILCO. - SOLDA– DOS QUE SE DIGIREN A LA COSTA. -LOS INDIOS PINTOJOS DEL! ISTOLA

Estaba enteramente obscuro cuando salinos del patio en la madntgada del domingo 24. El ca~nino era más montañoso. Pasamos después por una región que parecía un parque y a eso de las 7 me desayuné cogiendo de paso y desde la silla algunas cerezas silvestres en un árbol que tenía todo el aspecto de un ro– ble. pero sin una sola hoja. Pronto llegamos a un pueblecito de media docena de chozas: pero no vimos más habitantes que una chica de unos diez y seis años que volvía de misa. Conseguimos entrar en una de las casas tocando fuertemente la pueda. Resultó ser la taberna de la localidad: sin embargo. no había en ella

más licor que un aguarcliente orclinario del que bebí un poco con agua. porque estaba desfallecido y car.– sado: pero mi compañero -D. Mateo me aseguró que era malsano tomarlo en esa forma: que siempre debía beberse puro. como él lo acostumbraba. no obstante ser muy sobrio. En todos aquellos países reina la preocupación. aún entre las señoras: pero a pesar de todas sus recomendaciones nunca pude seguir seme– jante costumbre, ni siquiera en obsequio de ellas. por ser dicho licor puro alcohol. Al medio día llegamos a la aldea de Los Amates y siendo mucho el calor nos detuvimos para tomar algún alimento. Mientr<¡.s ha_ ciamos planes a este respecto. el marido de nuestra hostelera. una india hermosa. de unos dieZ! y ocho años de edad que tenía tres o cuatro niños bonitos. regresó a su casa trayendo Ul1 venadillo que acababa de matar con el fusil. Compré inmediatamente el animal por un peso. suma tres veces mayor que la que probablemente habría aceptado el hombre. y nos comimos una pierna medianamente asada. Después de la comida dormimos la SIESTA (1). sobre nuestros pellones extendidos en el suelo: pero lo que sucedía en a· quella morada más que patriarcal era lo que más me llamaba la atención. De vez en cuando entraba co. rriendo un niño a beber agua. lo que hacía tomando una pequeña jícara, primorosamente pintada de roio, con ornamentos de plata y oro. y sUmiéndola en una tinaja, ordinaria de barro: luego volvía a colocar la jí.

cara e11l la boca de la tinaja para que no penetrasen en ella ni el polvo ni el aire. Las aves de corral pico– teaban con afán las migajas de la comida y una marrana vieja y robusta se disputaba un hueso con uno de los perros cruzados de nuestro cazador. que defendía con más coraje que eficacia su derecho a los desperdi– cios del venado. Dí un peso a cada uno de los niños mayores que habían estado espantando desaforada_ mente estos animales para librarme de las molestias que me causaban. No tard& en comprender que mi generosidad había sido un irreflexivo despilfarro. Pocos minutos de!>pués vi salir niños en tropel de todas las chozas del pueblo, acompañados de sus padres, madres. abuelos y abuelas. Algunos de éstas eran su– mamente díbiles y viejos y tuve que poner oídos a una larga serie de los males "que son la herencia de la car– ne humana".

Los pobres indios del país creen que todo inglés es médico ex officio (2). Me dí a pensar que yo era uno de los que añaden a sus anuncios el de que "Se receta gratuitamente a los pobres los domingos"; pero aún así no podía practicar. a menos de ser más generoso todavía, porque mis pacientes no sólo no paga– ban ningunos honorarios. sino que pretendían recibirlos por la molestia que se tomaban viniendo a con. sultarme. Uno o dos pesos que cambié por monedas de medio real-lo que a la inversa de lo que dice el proverbio fue gastar clinero malo después del bueno- salvaron mi reputación y mi paciencia. Esta estaba ya casi agotada. pero la primera siguió c~eciendo tan de prisa que al montar a caballo y salir andando des– pacio. vi caras cuyos ojos miraban C011l pesar lUi partida y escuché ahogados suspiros de gratitud y desilu– sión. que me convencieron de cuán grata habría sido allí mi permanencia durante más largo tiempo. El indio que me vendió el venadito estaba muy deseoso de obtener un poco de pólvora: pero no llevando yo más de la que pudiera necesitar y habiéndose devuelto la escolta por 181 mañana. tan sólo pude darle unas pocas cargas. Al parecer. el indio daba a cada una el valor de un venado. -D-e aquí saqué la consecuencia de que debía de tener un81 puntería muy certera.

Temprano de la noche llegué al regular pueblo de Tl'pecoaquilco y puse una carta de presentación en manos del Alcalde D. Miguel Arazave, el cual tiene allí la tienda más grande, una de las mejores casas y

vende toda clase de tejidos. Mi compañero D. :Mateo me dijo que había encontrado una posada y por lo tanto rehusé el ofrecimiento que me hizo D. Manuel de hospedarme en su casa. Yo estaba muy fatigado y extenuado cuando me senté en la plaza para ver las gentes que se paseaban en ella. luciendo sus trajes de los días de fiesta aquella noche preciosa. pero de un calor sofocante. Vinieron a preguntarme qué que– ría cenar y contesté medio displicente: "No veo aquí nada que pudiera gustarme. como no fuese un cubo de hielo". "Ahí está, señor (3). me contestaron señalándome un hombre que lo vendía en la esquina de la placa. Sorprendido de una cosa tan singular e inesperada. me levanté del asiento para cerciorarme del he_ cho. Era bastante cierto. El cubo del hombre estaba por la mitad: pero a causa de las constantes solicitu– des parecía a punto de agotarse. No había tiempo que perder: por lo visto el trato se iba a disolver anfes de hacerse. Hice una oferta por lo que quedaba. Lo c~mpré por siete reales y médio y se lo lleva-

(1) En castellano en el texto. (2) En latín en el texto. (3) En castellano en el texto.

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