Page 15 - RC_1968_06_N93

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do al sol. Los bejucos (jagüeyes) se enroscaban en to– dos los árboles y colgaban de toda raa, entrelazándose

de árbol en árbol y enredando a los gigantes encinos y cedros en una inmensa red de cables espirales como las serpientes de Laocoonte. Entre éstos las tragontinas bajaban sus raíces aéreas, duras y fuertes, usadas uni– versalmente por los nativos para cordelería. Allí tam– bién estaban y teníamos que esquivar, las agudas púas de la zarzaparrilla. Mientras más subíamos sombrío se hacía el ambi~nte y más lodoso el terreno, pues por ser la selva paradero de nubes, durante la mayor del día

y casi durante toda la noche caía un aguacero constan– te. Aun en los días claros, cuando sobre todo lo de– más brillaba el sol, una espesa y brumosa nube cubría la cumbre del Mantel Pijol.

Los pájaros de esta selva lluviosa son muchos: tu– canes, carpinteros. y los trogones que son primos cerca– nos del Quetzal, también el minúsculo jilguero. cuyo cántico alababan los aztecas. Ejércitos de hormigas, continuamente en marcha. causaban consternación en el mundo de ;los insectos; y los trogones. papamoscas y otros pájaros. sagazmente seguían a las hormigas, re– cogiendo al vuelo los insectos que escapaban de las des– piadadas fauces de aquéllas. De vez en cuando nues– tras guías descansaban de su tarea de abrirnos paso po:\: la tupida jungla, para dar un grito semejante al del Quetzal. Era un sonido gutural, gorgorito, sostenido por algunos segundos que culminaba luego en subido cres– cendo. Luego aguzábamos el oído para escuchar al– guna l·espuesta. pero no se oía sino el continuo gotear de la lluvia sobre la selva.

Al atardecer hicimos nuestro primer campamento instalando pequeñas tiendas de campaña debajo de un coberiizo de palmas que los jicaques levantaron con un poquito de trabajo. Así acampamos en un magnífico pa– raje de la selva virgen de cUlllquiera hubiera envidiado. Millares de epítafitas pueblan las ramas contribuyendo a la humedad constante de la maleza. Polipodios que son los más primitivos de los árboles existentes-alzan sus coronas emplumadas hasta 20 pies de latura, delei– tando la vista con sus esbeltez y arrogancia. La Helico– nia de anchas hojas, la correosa Melástoma y las bego– nias, se encuentran por todas partes. El aire parecía en ese momento impregnado de un delicado perfume cuyo origen en vano buscaba mi esposa con su sentido botá– nico. Las flores que exhalaban tan rico olor probable– mente estaban fuera de nuestra vista, en los alto de los gigantes de la selva.

A tiempo de prepararnos para pasar la noche en– lodados como estábamos después de la larga ascensión nuestros guías, que estaban encendiendo una fogata, $e detuvieron a escuchar. Se oyó un canto ronco que luego cambió en sonido agudo y terminó en subida nota. El grito era característico de los trogones, pero más alarmante y aguda. Otros pájaros secundaron el g:d– to cuyas entonaciones se parecían mucho a la imitación

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que hicieran los indios esa tarde. Era el grifo del Quetzal.

Por la. mañana oímos oira vez ese grifo y fuimos tras los indios a la espesura del bosque, donde bajo un aguacate silvestre (aguacatillo) los jicaques señala– ron hacia arriba y nos dijeron que allí estaba 10 que buscábamos COn :tanto empeño. Eran los "ampúsays" como ellos llaman a los quetzales. En vano miramos. El árbol era grande y es~ab81 cubierta con lustrosas ho– jas de laurel. Frutillas parecidas a las bellotas colga– ban de las ramas, pere no podíamos distinguir al pá– jaro entre el follaje, y entonces uno de los indios apun– tó y disparó su cerbatana; su proyectil de barro pegó en el follaje y pudimos ver luego nuestro primer Quet'– zal. Con precipitación se lanzó el espacio en el su vuelo ondulatario. característico. extendida su hermosa cola de blanco y negro con la cauda de sus dos largas plu– mas de verde tornasolado. flotando suavemente al rif– mo de sus movimientos. .Parecía cual si rasgase el ai– re un pájaro de oro. Fundada razón tenían los az– tecas, con su alto sentido de 10 bello. para elevar al Quetzal a un lugar sacrosanto! Descendiendo a una ramita cercana el pájaro tornó a mirarnos con curio– sidad y calma mientras que yo desesperadamente trata– ba de cambiar los lentes de mi cámara para captar al ave 1'al como se ofrecía a la vista.

Después muy pocas veces vimos a estos pájaros, aunque a menudo oíamos sus gritos cuando se reunian mañana ir tarde para alimentarse en el "aguacaiillo". Luego fuimos más afortunados. cumpliéndose nuestras esperanzas y 10 que nos habían dicho los indios: Era la época cuando el Quetzal hacía sus oídos; al salir a uno de los claros del bosque en uno de los puntos más aIlos de la montaña, observamos un árbol sin vida que se al– zaba entre árboles derrumbados y bejucos rastretos. En la cima de este árbol como a 40 pies del suelo se veía un agujero recién hecho. Mientras nos acercabámos al árbol salió radiante de enire las brumosas nubes el sol e ilumina fodo el espacio. El reflejo de dos largas plumas de verde tornasolado atrajo nuestra vista hacia el agujero. No bien habíamos visto las plumas cuando éstas desaparecieron y asomó la cabeza del pájaro en– marcada en la entrada del nido. Tenía erguida la cres– ta de coraje y sorpresa. Permaneció así pocos momen– tos y luego se lanzó al aire y voló hacia un árbol cer– cano. Nos miraba nerviosamente mientras yo hacía quel os indios prepararan una escalera de bejucos para subir al árbol. Por esa vacilante escala subí al nido

y enfoqué el interior con mi lámpara eléctrica. Como a dieciocho pulgadas abajo de la entrada estaban dos huevitos azules: no había maierial de nidos sino que los huevos yacían simplemente en el fondo de ese nido ci– líndrico, apenas de tamaño suficient'e para dejar pasar a uno de los pájaros padres, de] os cuales sólo uno est~­

ba allí. Por algunos años ha persistido la creenCIa

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