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« Previous Page Table of Contents Next Page »tras tentativas de emancipación, y antes que ningún otro, fué este pueblo quien nos reconoció como nación soberana. Sus doctrinas internacionales dieron luego estabilidad y fuerza a esas conquistas del derecho, ase– guro¡,do para siempre nuestra existencia como repúbli– ca, exenta de toda traba o extraña intervención. Le debemos la reintegración de nuestros territorio, y hoy más que nunca confiamos en la amistad y solici– tud de ese pueblo por el máximo desarrollo que todos los nicaragüenses aspiramos, de las instituciones y prác– ticas republicanas de que ese país es por excelencia, el más alto exponente en el mundo.
En la casa paterna aprendimos desde niños a cono– cer y admirar a sus grandes próceres. Las vidas de Washington, de Franklin y de Lincoln, eran las leyendas heroicas del hogar, y sus rasgos más salientes y patéti– cos se nos presentaban corrientemente por nuestros ma– yores, como los más hermosos modelos de virtud y pa– triotismo dignos de admiración; y así habituados a vi– vir en comunión de sus héroes, nunca nos acostumbra– mos ni podremos acostumbrarnos a mirarlos como ex– tranjeros, como no lo son ni pueden serlo para ningún hombre libre, cualquiera que sea el lugar de su naci– miento en el mundo. Y si su idioma pudo sernos des– conocido, el lenguaje de libertad y de justicia que nos enseñaron con su ejemplo, dando cima a la institución política más grande y más perfecta que ha podido rea– lizar el esfuerzo humano, señoreó de tal manera nues– tras almas, que no ha de sorprenderos que, hombres, al contemplar la prodigiosa altura que ha alcanzado en todas las esferas de la actividad y de la civilizción, continuemos rindiendo este mismo tributo emocionante de nuestra admiración a aquellos ínclitos varones que tal obra fundaron y a los herederos de aquellas virtudes y mantenedores de tan grandes instituciones.
Desde los primeros glbores de nuestra emancipación de la Metrópoli española, las Repúblicas de Centroaméri– ca, y aun las demás del Continente, han vivido todas ellas la vida independiente y autónoma, y pasará mucho tiempo para que suceda otra cosa bajo el amparo y sal– vaguardia de la gran República del Norte, que, con la doctrina de Monroe, no sólo asentó el principio de que no seria en lo de adelante permitida la extensión en el continente americano, de los sistemas gubernativos y co– loniales europeos, sino que también proclamó, en térmi– nos inequívocos, que, desde entonces para siempre, las naciones americanas serían árbitros cada una de ellas de sus propios destinos.
Europa, que no estaba contenta de esta regla de se– guridad nacional americana, intentó aprovecharse de la guerra de secesión de 1860 para intervenir y dominar en América; y entonces tuvimos anexión de Santo Domingo a España desde marzo de 1961 hasta la desocupación en 1865; intervención europea en México en 1861; gue– rra de España con el Perú y Chile en 1866, que comenzó con la ocupación de las islas Chinchas por la escuadra española.
A pesar de la tremenda lucha que sostenían con el Sur, los Estados Unidos exigieron de España la seguridad, y la obtuvieron, de que no invadiría el Pacífico en son de conquistadora. El Gobierno de Madriz, bajo la presión
de esa protesta, desaprobó la toma de las islas Chinchas y declaró formalmente que no trataba de atentar contra los derechos del Perú a su independencia;
En la memorable ocasión del bombardeo de Valpa– raíso y del Callao por la escuadra española, 'os Estados Unidos protestaron una vez más, declarando abiertamen– te que no se comprometían a ser espectadores silenciosos
'1 neutrales en la contienda provocada por la madre pa– tria; y una vez que Napoleón, también bajo la presión de la Gran República, se propuso retirar las 'fuerzas que tenía en México y el Emperador Francisco José manifestó el propósito de reemplazarlas con tropas austriacas, los Estados Unidos declararon al Gabinete de Viena su inque– brantable resolución de oponerse a la intervención militar de Austria en México.
Cuando la misma Francia trató de imponer a los Es– tados Unidos, aprovechando la guerra civil en que esta– ban empeñadas las armas todas de la Unión, e' reconoci– miento del Gobierno de Maximiliano, Norteamérica se ne– gó a tan insólita pretensión; y habiendo insistido después el Secretario de Estado Sewar en la desocupación de México, los franceses tuvieron que salir de aquella repú– blicCi.
Antes habían firmado los Estados Unidos con Ingla– terra el tratado Clayton-Bulwer, por el cual esta última nación se obligó a no ocupar en ningún tiempo, ni colo– nizar, ni fortificar, ni ejercer dominio alguno sobre Nica– ragua, Costa Rica, la Costa Mosquitia o parte alguna de Centroamérica; y habiéndose suscitado por parte de la Gran Bretaña algunas objeciones en cuanto a que las cláusulas de este tratado debían entenderse para lo fu– turo y no para lo que cada país tenía ocupado a la fe– cha del pacto, se celebró, en diciembre de 1956, el nuevo tratado Dallas-Clarendon, aclaratorio del Clayton-Bulwer, en virtud del cual quedó asegurada desde entonces y pa– ra siempre la independencia de Centroamérica, y fueron además devueltas definitivamente a las respectivas repú– blicas Reatán, San Juan del Norte '1 la Reserva Mosquitia. Aun entallada la doctrina de Monroe-dice el plicista cubano Rafael María Merchán..,.-con aquella economía de contornos, todavía domina tierras y mares con la sombra que proyecta y con la trascendencia de sus resultados.
Tient aux bruis de ses pas deux mondes en haleine. Al ruido de sus pasos tiene dos mundos en suspenso,
esto es, al mundo antiguo y al nuevo mundo. A esa doc– trina se d~be que la Santa Alianza no haya podido res– 'tablecar el imperio colonial en América. A ella el que haya sido volcado el trono de la patria de Morelos e Hi– dalgo. Basta esos dos triunfos para hacer legítima la grandeza de majestad de la doctrina de Monroe. Ella fué para la independencia y la libertad de la América lo que la batalla de Lepanto en Europa, que impidió la expansión del poder musulmán.
Unidos nosotros a los Estados Unidos de Norteamé– rica por las estrechas lazadas de unas mismas institucio– nes y un mismo ideal político y vinculada además a ellos nuestra propia existencia nacional, desde los primeros de la independencia, natural era que participárarnos, aun– que en orden inferior y por razón de vecindad, del tre– mendo choque que a la postre debía producir en su seno el trascendental problema de la esclavitud, que compen-16
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