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LA BELLA

DEL GUANACASTE

LA NOVELA TRAGICA DEL TENIENTE CORONEL MaLINA

RICARDO I'ERNANDEZ GUARDIA

Historiadol Costarricense

Al anochecer del 19 de febrero del año 1840 enlró en la ciudad de Guanacaste, hoy Liberia, un caballero joven y bien parecido, montado en un brioso macho. Le seguía en una mula un criado con [a maleta en el borrén de la silla. No encontrando dónde hospedarse, este caballero, cuyo tipo y traje delataban que era de otra raza y de lejana tierra ocudió al comandante que casualmente estaba con e[ pie en el estribo para mar– char al desempeño de otro destino; pero a[ saber que

la persona que le pedía posada era nada menos que Mr. John L10yd Stephens, Encargado de Negocios de los Eslados Unidos en la República de Centro América, que se dirigía a Nicaragua, se apresuró a enViar recado a las casas que le parecieron más dignas de alojar a tan distinguido huésped.

Hubo sin duda dificultades, porque el criado tardó casi una hora en regresar con la respuesta, y esta larga espera produjo al impaciente y cansado trojinanle un mal humor que disiparon el cordial recibimiento que le hizo una señora anciana de muy agradable trato, que estaba saboreando una taza de chocolate, y el aspecto de pulcritud de la hospítolaria casa que le abría sus puerlas. El joven diplomático, arqueólogo y ameno es– crito norteamericano sintió luego vivísimo placer al i1umi. narse la sala con la presencia de uno señorita encon– tadora, cuya gracia y extraordinaria vivacidad le deja– ron mudo de sorpresa.

Stephens confiesa que estuvo en un tris de quedar cautivo en las redes de la Bella de Guanacaste, como la llama en su entusiasta y pintoresco relato, y tan sólo pudo escapar poniendo tierra de por medio. Pero no todos los adoradores de esta mujer, verdaderamente sin. guiar, que fueron muchos, salieron tan bien librados co–

mo el prudente y reflexivo diplomático, y ninguno tuvo

tan mala suerte como el joven teniente coronel guate– malteco don Manuel Angel Molino, a quíen el dictador Corrillo confió a principios de 1842 la comandancia del departamento de Guanacaste, del cual era jefe politico don José María Prado, oriundo de Quezaltenango, que había contraído matrimonio con doña Desidera Arburola, prima de la Bella de Guanacaste, que se llamaba Josefa Elizondo, nombre que ha pasado a la historia, a la que el coronel Molina conoció en casa de su amigo y

paisano Prado, enamorándose perdidamente de ella.

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Esta mujer, que brillaba como un astro en un pue. blo remoto y primitivo, no sólo era linda y de una se– ducción irresistible, sino también un buen partido. Sus padres don Antonio Elizondo y dofia Manuela Villar, muerta poco después de haberla conocido Stephens, per– tenecían a la más Cllta selecta sociedad de Guanacaste y eran dueños de una de las mejores casas de la capital del departamento, así como de los hatos de Paloverde, El Naranjo y Orosi. Pero en aquella época romántica no predominaban en los ánimos, como ahora, las mate– rialidades de la vida, y puede asegurarse que en las pretensiones de Molina no tuvo ningún influjo esta ri– queza, no obstante las pocas monedas que debía de tener en el bolsillo. Afiliado al partido liberal centro– americano, a la sazón en completa derrota, ardiente ad. mirador de Morazán, emigró en pos de su padre y sus hermanos que habían encontrado asilo en Costa Rica, donde eran muy esiimados.

El apuesto y culto militar tuvo la buena suerte de que su amor fuese correspondido, llegando su felicidad al colmo el 9 de abril de 1842, cuando recibió la ines– perada noticia de que el general Morazán había orriba– do dos días antes a Caldera. Inmediatamente se pro– nuncia en favor de su antiguo jefe, arrastra en su de· fección a casi todos sus subalternos, reune 500 hombres y con ellos marcha hasta Las Cañas, donde se entera de que Morazán había entrado en San José el 13 de abril sin disparen un tiro y aclamado como libertador. Bue. nas razones tenía por lo tanto el teniente coronel Mali– na para creer que el advenimiento del paladín del fede– ralismo centroamericano a la jefatura del Estado de Costa Rica sería fuente de dicha y prosperidad para quien había probado ser tan buen servidor de su causa. Sin embargo, la decepción no se hizo esperar. El gene– ral salvadoreño Enrique Rivas, comcmdante del puerto de Puntarenas, que no mostró en su pronunciamiento tanta decisión como el de Guanacaste, se fué a mala caballo para San José, logrando que le confiriesen la comandancia departamental que ejercía Molino, a quien se redujo a la de la plaza, por acuerdo del 15 de abril. Muy resentido por lo que estimó como una ingratitud, Molino estuvo a punto de renunciar, pero al fin no lo hi– zo, sin duda por no oleiarse de la mujer amada

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