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gó:

propias imprel¡Jiones al respecfo, a analizar si es posible su psicología per– sonal.

Cuando Vícior M. Moreira, jefe de la arfillería, vió que el general Anfonio Corrales había invadido el Calnpo de Marie con cerca de 400 horn– bres en la noche del ocho, enfre los cuales había personas disHnguidas de la capital, volvió contra ellos, o enfiló, las "rnáxirnas" que estaban bajo su autoridad y les gritó: - "Atrás, atrás o va plomo! (l)

Hablando de estas cosas, decía el general Inocenie Moreira, padre de Vícior, estas palabras:

-Jarnás rne he encontrado en una situación tan difícil. Yeso que tengo rnuchos años de lucha. Por un lado estaba la autoridad del Presi– dente Es±rada,' a quien debíarnos obediencia. Por otro, la conveniencia del país, mi deber de amigo consecuente y leal: la gloria y esfabilidad de mi partido. Mi posición era penosa y grave y jamás sabrán estimarla los que me atacan achacándome deslea1±ad y perfidia.

-ConoQía U. algo, le dije, de los planes del presidente Es±rada, de su infeligencia con los liberales para eliminar a los conservadores del po– der?

-No, np sabía nada. Mucho rnenos podía estar compromeJ:ido en el "complot" para deponer al general Mena. Si lo hubiera estado, aquién me habría hnpedido entregarles las armas en aquella noche? Yo era el Comandante de Armas: tenía en rni poder las llaves de los almacenes de guerra; mejor dicho, la seguridad de fado el Campo de Marie. Si hubiera habido de mi ípar±e el más pequeño compromiso, fácilrnente se hubieran armado los lil;>erales y la sangre habría corrido.

-Pero se ha dicho, le interrumpí, que U. no dió ese paso por temor a lbS conservadores que estaban ya armados desde las 11 de la noche en el corralillo de la Comandancia de Armas.

-Eso es falso, palabra de mililar. Los jóvenes, los amigos, no lle– garon a la Comandancia hasta las seis de la mañana del 9, cuando ya el general Esfrac:J.a había deposilado la presidencia en don Adolfo Díaz. Es

decir, cuando todo el peligro había pasado.

Corno a las dos de la mañana, más o menos, y en presencia de las graves dificu1±ades en que nos veíamos, busqué al general Estra,da en su habitación dori.de lo encontré con su esposa y el Ministro Moneada.

-Al verme, dijo: -JQué hay'?

Enfonces expuse el pensamiento que llevaba: era explicarle el moti– vo porque me negaba a remitirle unos cincuenta rifles que me había pedi– do con el general Juan de Dios Moreira, después de haberm.e negado a ar– mar en conjunto a los liberales: Le dije que si los entregaba a éstos habría un rompimiento grave, que debía evilarse, porque hasfa él mismo (Estra da) corría peUgro de ser asesinado. AlU miSmo le insinué la idea del de– pósito.

El general Estrada, viéndose en aquellas dificultades salió comnigo al corredor del segundo piso de sus habitaciones y les dijo a los primeros grupos: - Salgan, muchachos, salgan. Los liberales después de consul– ±arse en voz baja empezaron a desfilar.

Hizo una pausa, el general Moreira, corno para tornar aliento y agre-

Más farde, y cuando el coronel Víquez y mi hijo Víctor Manuel, lle– garon donde el presidente Es±rada a insinuarle el mismo pensamiento del depósito, doña Salvadora, la esposa de aquel, que oía la proposición, se irguió indignada y dijo: - No, Juan, no deposites; no debes depositar. Si has de caer, cae corno hombre (2).

¿No ha visto U. la aclaración que publiqué en "El Comercio".

-Sí, señor, y en ella alude U. al ofrecimienlo que le hizo a U. el presidente Esfrada del Minisferio de la Guerra.

-Justamente, me 10 ofreció y le dí las gracias por ello; pero rne negué a aceptar; No son esos ofreeirnien±os los que pueden hacer torcer mi leaHad.

(1) El COlonel Castillo dice que fué él y no MOleil'a quien apuntó con las máquinas

(2) Esta nota val/mil la dió también la señOllJ. de Estlada en El Cabo de Glacias, en El Cas–

tillo y en Bluefjelds. En el p2'imeza de estos lugal'es fué hez'ida en un brazo paz una desca2'ga de fusi\ezía que le dispalaron a su mal ido que yacia herido en el suelo. En los

otros dos lugares se enfrentó a los que lo acometían.

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