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« Previous Page Table of Contents Next Page »dez tuvo la presencia de ánimo de fingirse muerto, porque los filibu.steros tiraban sobre los herIdos. Granados estuvo agitándose y lo ultimaron desde el
M"són.
El sargento nlayor D. Juan Francisco Corrales estaba acuartelado con su batallón, compuesto casi todo de gente de Alajuela, en una casa situada dia~
gOllahnente con la esquina Sudoeste del Mesón. La entrada de los filibusteros 10 sorprendió a medio vestir, y tomando su espada se echó a la calle COn un pantalón blanco y en mangas de camisa. Estuvo peleando allí largo rato a pecho descubierto con admirable arrojo y perdió mucha gente en su em~
peño de desalojar al enemigo del :Mesón. Más tar– de atravesó la calle y vino al fortín por dentro de los solares a preg untarmc si le podía dar algunos hombres. Le contesté que era imposible porque te~
ní~ muy pocos, pero le indiqué una puerta entre dos solares, por donde POdl ia llegar al cuartel ge· neral. Al cabo de una hora aproximadamente lo vi volver con unos veinte soldados por mitad del so– lar. Le grité de lo alto del fortín que se guarecie– la del fuego que hacían desde el tejado del Mesón, pero en ese mismo instante cayó. Un sargento sal~
vadoreño llamado Cipriano, que lo acompafiaba, se precipitó a auxiliarlo, preguntándole dónde estaba herido. "Me han matado -le contestó Corrales-; pero no importa, porque muero con honl'a". La muerte de este jefe fué muy sentida. Era un caba– llero muy valeroso, simpáti~o y de muy buena pl e– sencJa. Después se dijo, no sé por qué, que lo ha– bía matado un alemán que lo conocía muy bien y había sido jardinero de los Moras antes de ingre– sar en las filas de Walker.
En un momento del combate que no pued9 pre cisar, vi venir por la parte Norte de la ciudad a mi querido amigo el capitán Carlos Alvarado montado en una mula. Cuando iba a llegar a la esquina le grité que tuviese cuidado con los enemigos del Me– són. Carlos no se detuvo, sin embargo, y dobló la esquina hacia el Oeste, en direción del cuartel ge– neral. Luego me dijeron que lo habían herido al llegar allí; pero su hermano D. Rafael Alvarado, que vino después al iortín, me dió la triste noticia de su muerte.
Más tarde presencié el acto heroico de Juan Santamaría. Lo vi desprenderse del cuartel de Co– rrales con una tea, atravesar la calle y apUc31la al alero de la esquina Sudoeste del Mesón. Regl esó sano y salvo. A poco 10 vi salir de nuevo y hacer lo mismo; pero esta vez, al retirarse, cayó hacia me– dia calle. Yo conocía a Juan Santamaría como a mis manos. Siendo niño viví largo tiempo en Ala– juela. Santamaría era tambor en el cuartel y ya
desde entonces se le daba el mote de El Erizo. Cien veces me bañé con él y otros granujas en los ríos que corren en las cercanías de aquella ciudad. Su acción heróica la presenciamos muchos y no sé có~
mo ha podio decir el dootor Montúfar en su libro WaIker en Centro América, que puede asegurarse que en los días posteriores a la acción de Rivas no se hablaba de él, aunque se repetían los actos de heroísmo de otros combatientes". Fué todo lo con· trario. Tanto en los días inmediatos a la batalla, como en la retirada. del ejército, el nombre del hé– roe alajuelense estaba en todas las bocas. Esto yo lo afirmo y lo lectUieo, y me hago la ilusión de Cleer que alguna fe merece la palabra de un viejo militar de setenta y oe4p años, que ama la verdad por encima de todas las cosas. En tiempos de la administración de D. J. J. Rodríguez, cuando se eri– gió la estatua de Santamaría, se hizo una informa– ción de testigos presenciales del hecho. En ella no figura mi declaración porque la persona encargada de seguirla creyó indigno de su grandeza venir a mi casa a recibirla. El no aparecer el nombre de El Erizo en los partes oficiales no prueba nada. Basta leer esos documentos, concisos y vagos, para convencerse de que en ellos faltan muchas cosas. Por otra parte, hubo tal derroche de heroísmo el 11
de abril de 1856 en Rivas, que se habrían necesita– do mucha,s páginas para consignar todas las acciones dignas de pasar a la posteridad.
Dentro de la casa me mataron seis o siete hom– bres por los pequeños espacios que mediaban entre los adobes y que nos servían de aspIlleras. OODl– batíamos contra los del Mesón con calle de por me· dio, es decir, a la distancia de unas ocho varas, y era tan buena la puntería de los yanquis, que se necesitaba verdaderamente un valor temerario pa– ra acercarse a las ventanas. Recuerdo a un pobre soldado santacruceño, que por nada en el mundo quería arrimarse a la aspillera. Dediquélo enton– ces a tlaer agua de un pozo que había en el solar de la casa, porque nos moríamos de sed. Iba allí el hombre a cada lato con una pequefia caja de lata suspendida de un cordel, bajo una lluvia de balas que le tiraban del tejado del Mesón, y nos la traía llena de agua. No me explico cómo no lo mataron veinte veces en esta tarea peligrosísima. Pero bien dicen que no hay corazón traidor a su dueño. El infeliz se resolvió al fin a disparar su fusil por UD.a aspillera y allí quedó muerto. También me mata– ron al teniente Juan Ureña, que situé con un pi– quete en una cocina separada de la casa, para hos· tilizar a los del tejado del Mesón. Se vino por. el solar hacia el fortín y cayó en el trayecto.
Llegada la noche oímos a un herido que se que· jaba en la calle. Un joven cabo me dijo de pron– to: HCapitán, conozco esa voz. Es la D. Joaquin Fer– nández. Yo me críe en su casa". Guia.do por las
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