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Alonso Pinzón; sino el de soldados de tierra firme.

La Conquista de América era una empresa de se– midioses; nunca de hombre geniales derrotados, al

fin, por ese gladiador infatigable que es el mal.

Don Cristóbal se había vuelto una sombra de si mismo; se encontraba vencido al cumplir su misión.

y no me refiero solamente al Colón de Valla– dolid. en 1566, sino también al de lamaica, tres años antes. El fue quien hizo el 7 de Julio de 1503,

en carta escrita desde América a los Reyes Católi– cos, la !Tiste y crepuscular confesión que sigue:

uAislado en esta pena, enfermo, aguardando cada día por la muerte y cercado de un cuento de sal· vajes y llenos de crueldad y enemigos nuesb os, y tan apartado de los Santos Sacramentos de la San–

ta Iglesia, que se olvidará de esta ánima si se apar–

ta acá. del cuerpo". Fue entonces que Colón re.– nunció a las glorias de este mundo, eligiendo volun– tariamente la desgracia.

El Descubrimiento de América pudo ser realiza do, como empresa histórica, por otras naves, inclu· so armadas por casas comerciales extranjeras; y

pudo llevarse a cabo con menos recursos de los que se emplearon. Había, además, noticias más que probables de la existencia de remotas y desconoci· das tierras; noticias procedentes, no ya de la Jite· ratura greco-latina: de las previsiones de ese Han· tiguo testamento" clásico, sino del testimonio de vis–

ta. de algunos, como aquel náufrago de Huelva, del que habla el Padre Las Casas. Esto en nada resta méritos a la epopeya providencial del Almirante; pero tampoco hay que restarle redondez al hecho histórico. Si el Descubrimiento pudo no haber sido español, la Conquista tenía necesariamente que serlo. España era la única nación capaz de efec· tuar entonces los doce trabajos de Hércules de la Conquista americana, porque se había constituido en ~l primer Estado moderno, al unificarse, no sólo políticamente, sino -con palabras de nuestro Ru· bén- Hen espíritu y ansias y Lengua". La Provi– dencia quiso que la misma nación llamada a cum– pUr la obra conquistadora, hiciera también la del DescubrImIento.

Mas las trascendencia de ambas obras recla– maba una enorme dosis de quijotismo. Se trataba de empefios en común, en los cuales se jugaría el destino de un pueblo. Así, en la gesta descubrido– ra, no hubiera sido suficiente la mística personal de Colón; se necesitaba el contagio del espíritu ca– balleresco. Y el reguero de pólvora que despertó el entuslasmp: en todos los tripulantes de la gran aventura, fue el prestigio marinero de los herma· nos Pinzón. Suyas eran las naves; y suyos uel sa· crificio de amor propio --eomo escribe Julián Ju– derías de ir en ellas a las órdenes de Colón, y el sacrificio pecuniario de sufragar los gastos en la parte que correspondía al Almirante". Sin el qui· jotismo de los Pinzón, aun contando con el apoyo de la Reina, a Don CrIstóbal se le habría hecho tal vez imposible la expedición•.. Pero España es la

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patria de Alonso Quíjano y la patría de Alonso pinzón, y aquella ecuménica salida al mar del pue– blo español, fue, sencillamente, la primera "salida" de Don Quijote.

El Descubrimiento americano es obra de un

Pueblo, y gracia de una Reina. El Mundo que aquél descubría, Isabel lo cubrió maternalmente. Y

América nunca ha olvidado el regazo de la más noble espiga castellana.. Cuando Cristóbal Colón mandó a Sevilla quinientos Indios, para que, inex– plicablemente, fueran vendidos como esclavos) la Reina Católica "se indignó sobremanera -escribe Willíam Tbcmas Walsb- y ordenó que todos fue– sen puestos en libertad y que se les volviese a sus hogares del Nuevo Mundo". Isabel le dló al he– cho universal del Descubrimiento una dimensión hogareña, la cual hizo posible que, después de cua~

tro siglos de leyenda negrísima, continúe vivo en nosotros el sentimiento de filialidad a la antigua Metrópoli; sentimiento que no existe en ei alma de los pueblos de otra estirpe, y que se simboliza en ese tratamiento familiar de IIMadre Patria" que damos a España.

El año de 1492 fue grave y grávido para la na ción española. La Toma de Granada, la Expulsión de los Judíos y el Descubrímiento de América; sólo gracias a Doña Isabel pudieron darse unidos y pa– ra un mismo fin, así como la gavUla de flechas de su escudo. En la lucha que prccipitó la caída del último baluarte moro, era la Reina quien, a petición de su marido, mantenia la lUoral de las tropas con su presencia; y aquella tormenta de Dios que obligó a Colón a quedarse en España, cuando iba de paso para Francia, se tornó en cal– ma en el cielo de los ojos azules de Isabel. Y, con la Reina Católica, muchos personajes de España sim– patizaron con los planes del Almirante. aunque él los expusiera con reticencias y sin rigor científico. Áhí están, para desmentir lo que ya el mismo Don Cristóbal dijera en horas de desaliento. los nom– bres del Duque de Medinaceli, quien le presentó a los Reyes; de su anfitrión el tesorero real Don Alonso de QuintanUla; del converso Luis de San– tángel, quien sugirió a Isabel la forma de obtener dinero para la empresa; del Cardenal Mendoza y de Beatriz de Robadilla; del confesor de la Reina, Fray Hernando de Talavera, y de Fray Diego de Dcza, tutor del Príncipe; del tesorero real de Ara– gón, Gabriel Sánchez) y de Juan de eoloma, se– cretario de Don Fernando; Y. desde luego, de aque– llos dos franciscanos de La Rábida, Fray Juan Pé~

rez, el Prior, y Fray Antonio de Marchena, a quie– nes la más perver~a historiografía fundió en una so– la persona llamada Fray Juan Pérez de Marchena, como para reducir el número de los españoles ami– gos de Colón.

Estas reflexiones, que pretenden ser una ima· gen del alma hispánica -porque reflexionar es re– flejar-, son apenas un soplo de poesia hacia la tierra firme de nuestras esperanzas.

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