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uniformemente vestidas de manta azul y un pañuelo. Ve– nían de la laguna a donde iban a traer agua porque no se bebía otra en Masaya, y cargaban su ventruda tinaja roja en una banda pasada alrededor del cuello que la sostenía ~obre la espalda . A medida que avanzábamos los encuentros de muchachas se hacían más frecuentes. Subían con una Iijereza de gacelas a pesar de su carga y de sus pies descalzos, la misma cuesta que a nosotros nos parecía tan difícil de bajar; y algunas cantaban a coro, mirándonos, no sé C\ué antigua melopea en que el amor jugaba, como siempre el papel principal De pronto el horizonte se ensanchó; la laguna se abre toda como un abanico, y sobre la playa estrecha a donde llegamos, un espectáculo sorprendente nos detiene un momento, Mas de cien mujeres se encontraban reuni– das ahí, las tres cuartas partes de ellas bañándose a lo largo de la orillo en completa desnudez, las otras vís– tiéndase o desvistiéndose sobre lel playa, sin ocuparse mucho de lo que pClsaba a su alrededor Algunos hom– bres Inanchoban este cuadro. '-1abían traído sus caba– llos y sus mulas a abrevar y avanzaban como ciegos de nadmiento en medio de este enjambre de Nereidas mo– renas Aquello era una mezcla variadísima de n10ti– ces de piel en que el indio puro domeñaba, pero en que sus derivados realizaban a menudo aquel bello color florentino que los pintores prefieren, dicen, a la

blancura caucásica. Ellos no hacían, por lo demás, nin– gún misterio por su belleza, yeso belleza toda plástica era tanta que pocas europeas hubieran podido dispu~

tarles la palma... Esas campesinas indias que llevaban sus ánforas el lIendr en el agua, desafiaban en su myor porte, los más soberl?ios contornos de la estatuaria, y se los podía sin exageración, comparar a este respecto con las Theorias encantadoras de la Mar de Delos Te– nían la inocancio y la serenidad paganas; y su coque– tería no se traicionaba sino por una flor de color rojo vivo o de <lmclIillo azafrán en sus cabellos, de esas que se cortan en los carposos ramos del sacuanjoche, el ár– bol más tropical ele Nicaragua. Su pudor que al princi– pio no nos parecía, por nuestras ideas formalistas, de una delicadeza excesiva, se manifestaba en la manera diestra y un poco burlona con que desplegaban su man– ta delante de ellas al salir del baño Hasta entonces siempre sentados sobre sus talones o en cuclillas en el agua que no tenía más de un pié de profundidad, ellas

se habían entregado al examen de los curiosos. Pero ahora, expiaban esta curiosidad y aparecían de pié jun– to Cl nosotros, con su manta alredadar de la cintura son– riendo del éxito de su treta y dejando al descubierto los bellos hombros y los lindos pechos. Parecía el pu– dor del Paraíso TerrenCl1 y los Tiempos Homéricos".

BelIy

LAS GRANADINAS

"Las casas de habitación nos parecieron todas có· modas y muchas elegantes, gobernadas por señoras sen– cillas pero llenas de gracia y de llaneza en sus mane– ras Eran francas en su conversación y preguntaban con la mayor naiveté si yo era casado o si pensaba casarme y si las damas del Norte visitarían Granada

cuan~o los vapores grandes entraran a San Juan (del Sur) y los vaporcitos navegaran en el Lago y el Río. Ha– bían oído hoblar de un tal Mr. Estevens (su mayor apro– ximación a Stephensl que había escrito un libro sobre su "pobre país" y ansiaban saber qué es lo que había dicho de ellas y si es verdad que nuestra gente los con– sideraba como "esclavos y brutos sinvergüenza" como los malditos ingleses los habían pintado. También es– laban ansiosas de saber si una poli ulia de california– nos que acababa de pasor eran "gente común o caba– lleras". Una señora que habí" oído decir que yo era un gran anticuario y en previsión de mi visita había

reunido uno incongruentísima colección de curiosidades, desde "vasos antiguos", fragmentos de cacharros y ha– chas ele piedra, y hasta un extraoldinario par de ante– ojos de cacho y una terriblemente deformada pezuña de cerdo todo lo cuol insistía en enviarme a mi posada, lo que luego hizo, agregando algunos pájaros raros y un platón de dulces En todas las casas encontrába– mos una mesa tendida llena de vinos y de cajetas y en la que había un bracerito de plata con carbones ardien– tes para encender fácilmente los puros. Produje mu– cha ~orpresa al rehusar fumar por la razón de que nun– ca lo había !'lecho; pero las señoras insistieron en que aceptara un "cigarrito" que según ellas no le haría daño ni (\ un recién ntlcido y me hicieron la cortesía de encendérmelo con sus propios frescos labios, después de lo cual hubiera sido una grosera traición a la etiqueta y hubiera ClYruinado mi reputación de galantería el rehu– sarlo". - Squier.

LA MUJER EN EL BAI\lO

DAÑOS EN LA MAR

"Las mujeres de San Juan del Norte, -innecesario es decirlo- estaban todas en la playa excepto algunas decrépitas ancianas que nos miraban desde la puerta".

Squiei·.

SIRENAS EN SAN MIGUELlTO

"Inmediatamente una tropilla de muchachas con faldas moradas y blancos güipiles, sus largos cabellos negros cayendo sueltos hasta sus caderas y balancean-

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do en sus cabezas rojas porongas, bajaron por el sen– dero hastCl la playa. Parecían ser antiguas conocidas de nuestros tripulantes, quienes la saludaban alegre– mente diciéndoles: "Adiós mi alma", "Buenos días mi corazón", CI lo que ellas contestaban: "¿Cómo están mis negritos,?" ..• Caminaron a lo largo de la costa una cOlta distancia hasta un bosquecillo de zarzas, y al mo– mento las vimos chapaleando como sirenas en el agua; mientras algunos de nuestros marineros que estaban echando el chinchorro "para un frilo" como decía Pedro

trCltClr~n de asustarlas gritándoles: "Lagartos, lagartos!": y fingiendo grandes esfuerzos para escapar hCícia la

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