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« Previous Page Table of Contents Next Page »Izquierda, casi en espasmo. Después la tiro muy lejos; limpio la hoja de acero en las matas secas de zacate castigadas por la canícula, la deslizo con solemnidad en la vaina; se santiguo levantando los ojos en gesto místi– co, y realizando movimiento brusco,' se cuadro ante el jefe:
-¡Está servido, mi Coronel!
las llamas de los fogones chisporroteaban cuando los dedos del viento querían convertirlas en relatoras del . suceso. Por los cerros vecinos se oía como la fuga de una alma en pena.
La guerra -la eslúpida guerra- llevaba ya varios meses. Se trataba de una guerra boba, llena de peque– ñas escaramuzas, de alevoces emboscadas y de marchas y contramarchas por aquellas malditas montañas pobla– das de problemas y de dificultades.
Unas veces era el hambre la que hincaba sus garras en las tropas perseguidoras de facciones por aquellas serranías que antes de ahora solo las había recorrido Satanás. Otras veces eran las tremendas tempestades, las horribles rayerías y el castigo implacable del agua que caía del cielo lo que los acongo¡aba por semanas y hasta por meses y los hacía desear la muerte antes que clquella vida de fatigas. En oCCIsiones, y cuando menos se pensaba, surgía lo emboscada, el ataque a machete, la pura pelona bailando su danza trágica.
y era imposible dar caza a los rebeldes' que manda– ban jefes valerosos y, sobre todo, conocedores perfectos del terreno en que operaban. Sabían valerse muy bien de los perros para que éstos les avisaran la proximidad de sus perseguidores. Amarrados los canes a las orillas de las veredas, a distancias escalonadas, señalaban con una fila de ladridos el paso del ejércil0 del gobierno y entonces los facciosos se escondían en la espesura, deia– ban pasar a quienes los buscaban e iban a dar el golpe en donde menos se esperaba, aumentando así la colera de los que defendían al régimen constituído y trataban de obedecer las ordenes terminantes de los altos perso– najes del régimen que blandamenle vivían su vida hol– gada en Tegucigalpa y se divertían sentándose en las piernas a sus secretarias.
El hambre, la fatiga y las enfermedades diezmaban a las numerosas columnas del gobierno, las cuales co"\ harta frecuencia caían en trampas fatales en las que eran aniquiladas a machete, con flechas, con descargas de escopeta y hasta a puros garrotazos. la guerra conti– nuaba así, sangrienta y terrible, acobardando hasta a los más valientes y decididos, haciendo perder e.l buen humor hasta a los más chucanos.
El hambre enseñaba sus cara amarillenta todos los días de Dios. Los hombres tenían que comer raíces, ca– bezas de plátano, mazorcas ele maíz que ocasionalmenle hallaban en alguna milpa raquítica, carne de animales que lograban matar después de afanosas búsquedas y de minuciosos atisbos.
Una noche el Coronel Márquez capturo a dos indias que se atrevieron a cruzar por uno de los senderos de Id montaña áspera e intransitable.
Ellas afirmaron saber donde se hallaban dos trojes repletas de maíz que pertenecían a un campesino acomo– dado de un caserío proximo. Ambas dijeron ser amigas de las tropas del gobierno y estar deseosas de ayudarlas en la situacion de hambre y de desamparo en que se hallaban, después de meses de correrías infructuosas
detrás de los rebeldes, a quienes unas veces se vefan prácticamente frente a la mira de los fusiles y otras de súbito se esfumaban como si se los hubiera tragado la tierra o se hubieran perdido en el aire.
Los dos mujeres aseguraron al Coronel que las tro– jes se hallaban a unas dos leguas del campamento y que si disponía enviar una escolta, ellas podrían guiarla has– la el lugar exacto escondido en medio de las montañas. Inmediatamente se organizo un destacamento bien armado y al mando de un capitán experimentado y va– liente, y -en él, luciendo su sombrero de paja, su pan– talan de tirantes, su camisa de grueso caqui y su corvo de afilada hoja, amaestrado en el arte de cortar cabezas rebeldes, iba Conejo Blanco, como siempre acompasando su marcha parsimoniosa con sonoros golpes de carca– jada.
En medio de las expresiones de regocijo de los sol– dados hambrientos, las carcajad<;ls de Conejo Blanco re– sonaban en la rústica y silvestre solemnidad del caserío perdido en la montaña:
-¡Muchachos, me hallé un "gobernador"! ¡Miren no más que gordo está el condenado! ¡Glúl ... ¡Glú! ... ¡Glú, Glú, Glú, Glú!
Y seguía con su característico estilo acariciante: -¡Véngase, mi muchachito!... ¡Véngase, mi ni. ño! . .. i lo vamos a comer! . .. ¡Jodidote, lo vamos a comer! iVéngase con su papa! Já ... já.... já!
A duras penas pudo conseguir una olla, encene/io fogon en una de fas hornillas de uno de los ranchos y se entrego a la faena de desplumar, aliñar y cocinar el "sobernodor" que le había deparado su buena suerte. Se olvidaron de él sus acompañantes. Se olvido él de sus compañeros y se entrego solo a la faena en que se hallaba embebido, imaginando los más raros deleites cuando hincara sus dientes de oro en las suaves carnes del pavo apetitoso.
De pronto ayo unos disparos de rifle. Penso que eran sus compañeros que le daban gusto al dedo en me– dio de la alegría que les había proporcionado la adqui– sicion del botín y la ingestion de la chicha, y cuando escucho gritos que se acercaban creyo que eran manifes– taciones de regocijo de sus amigos al sentir los provoca– tivos olores del ave que estaba cocinando ...
Por eso cuando oyo que varios hombres penetraban en tropel en la cocina donde trabajaba afanoso ni si– quiera alzo la cabeza para ver a quienes entraban con rumor de pies chuñas que se deslizaban sobre el piso de tierra. Solo grito a quienes llegaban:
-¡Vayan sentándose! ¡Já...Já ... Já!... ¡Va come– rán carne' e"gobernador"!
Cuando el grueso de las tropas del Coronel Márquez llegaron al caserío, sedientas de venganza, buscaron en todos los ranchos a quienes de manera tan hábil habían emboscado a la escolta y dado muerte a cada uno de sus integrantes, pero no encontraron a nadie. Un coro de ladridos que se perdía en verde perspectiva por la montaña era el único signo de vida.
En el interior de una cocina unos soldados vieron -no sin experimentar terror- un sombrero de paja des– pedazado ... una masa sangrante picada a golpes de machete y una cabeza ensangrentada, separada del resto de su masa, en la que se notaba la ausencia de una muy conocida placa de 16 dientes de oro ...
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