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« Previous Page Table of Contents Next Page »te, por encontrar en ese elegante Café, amigos de la colonia española que entonces residían en Nueva York. Una vez que terminamos de comer, Arroyito y yo, fuimos a un espectáculo de baile patrocinado por otra clase de mujeres, las de vida alegre. Francamente, sufrimos los dos gran desilusion, al ver por primera vez esas muchachas a quienes el vicio o la miseria las con– gregaba ahí, noche a noche, en busca de alguién que las contratara por algunos momentos, mediante un pago que debía ser entregado por adelantado. La degeneracion moral, hunde a esas muchachas en el vicio, y muchas acaban su vida en los hospitales o en los asilos de locos. Y casi siempre son víctimas de algún desalmado corrom– pido, que las obliga por la fuerza, a llevar esa vida de– presiva para recoger ellos el producto del infame negocio de ellas con su cuerpo.
Al día siguiente de mi arribo a Nueva York fuí a tomar poses ion de mi cargo de Consul. La oficina esta– ba en el NO? 18 de Broadway, en el primer piso de un edificio frente al Battery Par~. Don Adolfo D. Strauss, comerciante judío-polaco, desempeñaba desde hacía muchos años el cargo de Consul General, ad-honorem y el Secretario del consulado era don Salvador Argüello, originario de Leon y quien se ocupaba de todo lo rela– cionado con dicha oficina. Don Salvador gentilmente me entrego la oficina, me presento a Mr. Strauss y me puso 01 tanto de la misma.
Mr. Strauss, según me informo él mismo, había es– tado en Nicaragua años antes de ser nombrado Consul General, como corresponsal del periodico New Orleans Picayune". En esa ocas ion tuvo oportunidad de cono– cer a don José Dolores Gámez, y éste lo recomendo al Presidente Zelaya para que lo nombrara Consul General de Nicaragua en Nueva York.
Al tomar poses ion de mi cargo dejé a don Salvador Argüello como Secretario, por ser este caballero muy apa– rente para ese cargo, y sobre todo, para mí, recién llega– do y sin conocer nada de la oficina.
Don Salvador hacía más de cinco años residía en Nueva York. Pertenecía a buena familia nicaragüense. Poseyo regular fortuna, que perdio en malos negocios, y por eso abandono el país. Casado con doña Mercedes Manning, también de buena fam'i1ia nicaragüense, de padre inglés, Consul de su país en Nicaragua, tuvo cua– tro hijos: un varon, Ofilio y tres niñas, Lucía, Emelina y Leonor. Al salir de Nicaragua don Salvador con su familia, se radico, primero en Costa Rica, donde fallecio doña Mercedes. Después, se traslado a Nueva York con objeto de educar a sus hijos. Lo que ganaba en el Con– sulado lo servía para pasar la vida en dicha ciudad. Los cuatro hijos, eran muy inteligentes, y supieron aprovechar en los estudios. Las muchachas ganaron premios en las escuelas públicas donde estudiaban.
Principié a estudiar inglés y me procuré un viejo método que yo conocía como muy bueno. Se trataba del Vingut uno de los mejores métodos de aquella época. Me sirvio mucho y pude poco a poco ir enten– diendo, cuando me dirigían la palabra en inglés. Todas las mañanas estudiaba en el Vingut, por lo menos media hora, y como vivía en casa de una señora americana, Mrs. Gardner, y ésta tenía una hija, Mabel, de doce años, las dos solo en inglés me hablaban, lo cual me servía de práctica, y al cabo de tres meses de vivir en casa de
Mrs. Gardner, hablaba ya bastante inglés, aunque, sí, la pronunciacion era defectuosa, como que nunca pude mejorar por haber empezado a hablar dicho idiom~
cuando ya tenía 28 años y se confirmo en mí el viejo refrán: de "lora vieja no puede aprender a hablar". En los primeros días de Agosto, sufrí un serio ata– que de ictericia. Me atendio el doctor Lisandro Medina, nicaragüense y médico graduado en la Universidad de Pensilvania que ejercía, con buen éxito, su profesion en Nueva York. Medina, además de ser excelente persona, era muy serio y formal, y con él cultivé muy buena amistad. Me ordeno pasar un mes en el campo para terminar la curacion de la enfermedad y me fuí para Stanford, pueblecito del Estado de Nueva York, en las montañqs Aridondacks, a donde pasaba MI'. Smithers con su familia, la temporada de verano. Esta aprecia– ble familia me invito para que me instalara con ellos en un cottage que habían arrendado para esa temporada. Acepté la invitación, después de pasar una semana en un boarding house, de la misma Stanford.
Siento no recordar el nombre de la señora Smithers ni el de las dos hijas suyas. Conmigo se porto esa fa– milia muy bien. Lo único que recuerdo de las mucha– chas es que las dos estudiaban en el Vassar College de Nueva York y que ambas, una de quince y la otra poco más o menos de diez y seis años de edad, tenían ma– neras muy cultas y finas. Yo jugaba tenis con ellas, remaba en un laguito que estaba cerca del boarding house donde primero me hospedé, y bailaba con ellas también en los ~alones de esta misma hospedería. Las dos Smithers hablaban castellano e inglés y me corre– gían los defectos de mi pronunciacion inglesa, con tacto y discrecion. A decir verdad, con estas dos muchachas, me sentía un poco cohibido, pues en esa temporada del verano de 1903, yo conservaba todavía el "pelo de la dehesa", que traía de Nicaragua, y me daba cuenta de que la educacion social que yo había recibido en mi país, era muy diferente del ambiente en que esas dos ml,Jeha– chas se desarrollaban.
Indudablemente, mi permanencia por más de dos semanas en Stanford, al lado de la familid Smithers me facilito la oportunidad de conocer lo que realmente era un hogar americano y ese contacto con esas dos mu– chachas educadas en Norteamérica, de modales y cos– tumbres sobrias y francas, sin elÍres desenvueltos, des– pertó inmediatamente en mi espíritu el deseo de equi– librarlo, ya que mi educacion social estaba muy lejos de las suyas, y borrar, asimismo, el prejuicio, como lo tie– ne la mayoría de los hispanoam~ricanos recién llegados a los Estados Unidos, que las muchachas que ellos en– cuentran en los boarding houses, o en las tiendas y en las oficinas comerciales, han recibido idéntica educa– ción que estas dos señoritas Smithers, lo que es un gran error. la urbanidad, la cultura y los modales, de estas dos últimas, era bien diferente de aquellas otras, ya que las Smithers presentaban al tratarlas, lo que es realmen– te la buena educación del verdadero hogar americano. Y esta diferencia, que primero noté en mi estadía en Stanford, con respecto a la educacion de las muchachas norteamericanas, de las dos clases, las de las oficinas y
tiendas y las otras como las dos Smithers, pude apreciar– la mejor mientras permanecí en Nueva York; y elltonces ya pude darme cuenta del erroneo prejuicio de que antes
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