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« Previous Page Table of Contents Next Page »S¡k;nc:oso, miraba y remiraba el espectáculo que me golpeaba la mente, con toda su fuerte realidad; mas no podía abarcar todo su conjunto. El cuadro era dema– siado grande para poderlo contemplar enteramente. Por fin, desembarcamos en el muelle. Fuí llevado, para la ievision de mi equipaje, por los empleados de aduana, unos mocetones rubios, enérgicos y diligentes. Con– c1uído este requisito, un agente de hoteles, hablándome en español, se me acerco y me insinuo que fuera a hos– pedarme al Hotel "Lexington", situado entre calles 15 e Irving Place, y acepté su proposicion, porque yo no tenía en aquel momento ninguna otra direccion a donde hos– pedarme. No me arrepiento de haber seguido la insi– nuacion de aquel agente. El Hotel "Lexington" era una buena hospedería.
Tan luego me instalé ahí, me puse al habla con don Santiago Smithers, comerciante de origen inglés que te– nía una casa de comisiones en Nueva York, a quien había conocido hacía poco en Nicaragua. El señor Smithers me fue a ver inmediatamente al Hotel, y con mucha gentileza me acompaño esa misma mañana, para ir a los tiendas a comprar algo que yo necesitaba. Después de recorrer algunas calles, siempre con el buen amigo Smithers, y realizar las compras que me urgían, regresé o/ Hotel a eso de las tres de la tarde, sumamente cansa– do y me acosté a dormir.
Antes de salir con Mr. Smithers, me ocurrio un inci– dente divertido en el Hotel. Creyendo yo que podría hacerme entender, con mi chapurreado inglés, pedí al sirviente del Hotel que me preparara un baño con hot water, (agua caliente). Quería darme un baño de agua dulce, para quitarme la sal que tenía en el cuerpo por los baños de agua salada que me había dado en el vapor. Mientras se me preparaba el baño, descansé un poco,
y al rato me Clviso el sirviente que ya estaba listo, y me dirijo al cuarto de baño. El sirviente abre la llave de agua hirviente para llenar la tina y el cuarto se llena, inmediatamente, de una espesa nube de vapor. Retro– cedo y pregunto al sirviente, un negro socarran, qué era aquello, y me dice, sonriendo: is ready. No me entien– do con el negro. Llamo a la oficina del Hotel para que me hagan subir un intérprete; y al llegar éste, pude al fin, hacerme entender. Yo deseaba tomar un baño de agua tibia (warm water) pero al ordenarlo pedí, en mi inglés, un baño de agua caliente (hot)! Bien se rieron de mí, el intérprete y el negro socarron por mi equivoca– cion. Y yo, que creía hasta ese momento hablaba ver– daderamente el inglés!' Desde entonces no volví a atre– verme a hablar en dicho idioma, convencido por este divertido incidente, de que yo no sabía nada de él. A eso de las seis de la tarde, me levanté y bajé al hall del Hotel, a esperar la hora de la comida. Bien aburrido, sin poder hablar ingl~s y sin conocer a nadie clhí, me semé en una pol1rona a meditar sobre el modo de salir de aquella molesta situacion de soledad e incoo municacion en esa gran urbe neoyorquina, cuando. acerta a entrar al hall, un joven con todas las trazas de ser sudamericano, o "español", como dicen los norte· americanos, quién, indudablemente, al contemplar mi fisonomía, comprendio que yo era un recién llegado, y
genti!mente se me acerco a pregun~arme si yo acababa de llegar a Nueva York. Al oir hablar español, me levanté, le informé quien era yo, lo aburrido que me sen-
tía en ese momento, dándole las gracias por el interés que se tomaba al dirigirme la palabra, rogándole al mis– mo tiempo que me diera su nombre. Se llamaba Julián Avelino Arroyo yero abogado venezol'ano. Con su madre había llegado a Nueva York hacía pocos días, pensando en instalarse en esa ciudad ejerciendo su pro– fesion y conocía bastante inglés para abrir una oficina. Arroyo, era de pequeña estatura, de tipo blanco; de bue– na presencia, inteligente, culto y perfecto caballero. Tu– ve la bueno fortuna de encontrarme con Arroyito, así lo llamábamos todos por su estatura; y resulto, un valioso compañero para mí, no solo en el momento de entrar en relaciones con él, sino mientras el y yo vivimos en Nu~va
York. Con Mr. Smithers no podía contar porque además de ser una persona de edad, pasaba todo el día en su negocio y a los cinco de la tarde se iba a su casa, que quedaba en un pueblecito a algunas horas de la ciudad. Mr. Smithers estaba casado coh una señora mexicana, y lenícl dos hijas que estudiaban en un Colegio de Seño– ritas. Más adelante me ocuparé de esta apreciable fa– milia, que me trato con todo cariño desde el momento que tuve la feliz oportunidad de conocerla.
Arroylto y yo, salimos junto esa misma noche. Me llevo al Café Martín, entre las calles 24 y Broadway, lado oeste, y comimos ahí. En esa época el Café Martín era uno Le los mejores restaurantes de la ciudad. Lujoso, buena mesa y finos licores. Concurrencia elegante y culta. Este C<lfé y el Sherry, situado más arriba en la Quinta Avenida, los dos franceses, estaban de moda en esa época y eran patrocinados por la gente elegante de Nueva York. Los dos -podrían rivalizar con los mejores de los boulevares de París.
El Café Martín tenía la ventaja, para los parroquia– nos hispanoamericanos que lo visitaban, su propietario Monsieur Juan Bautista Martín, que hablaba correcta– mente el castellano yero muy amable y obsequiso con los visitantes de su restaurante. Monsieur Martín, llego a Panamá cuando lesseps principio los trabajos del canal y en uno de los restaurantes que en Panamá se abrieron entonces, sirvio como Maitre d'hotel. Fracasada la empresa de Lesseps, se traslado a Nueva York, donde hizo fortuna. Estos datos los obtuve por don Alfredo Pellas, empresario y capitalista italiano, casado en Ni– caragua, que me preseni'o, personalmente, a Monsieur Martín con quien conservaba relaciones desde la época en que éste trabajaba en Panamá. Yo, por mi parte, cultivé buena amistad con Monsieur Martín, mientras viví en Nueva York. Años más tarde, y ya de regreso a Ni– caragua tuve la pena de saber que el Café Martín había cerrado sus puertas, y su dueño se había arruinado ju– gando en la bolsa y regresado a París sin un centavo. Al entrar con Arroyito, esa primera noche al Café Martín, quedé asombrado del lujo con que estaban de– corados los scilones: iodo demostraba buen gusto y elegancia. Había esa noche, una gran concurrencia de damas lujosamente vestidas y enjoyadas, tal como se estilaba en esa floreciente época en los célebres restau– rantes de París. El Café Martín, como antes dije, era muy patrocinado por gente hispanoamericana y francesa
d~ buena condicion, y la afabilidad de su dueño y el , uen s.Hvicio, le proporcionaban a los clientes un agra– dable ambiente de familiaridcd, sobre todo para mí, en el curso de los años que llegué a visitarlo frecuentemen-
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