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« Previous Page Table of Contents Next Page »común el hecho como, sin apuntes de ninguna clase, que noS consta no los tenía, porque en una ocasion mi curio– sidad me llevo a preguntarle si al escribirla se había guiado de anotaciones o diario alguno, habiéndome con– testado que únicamente las había dictado tal como la guardaba en su memoria; cualquiera, repito, se asombra– rá de que pudiera citar sucesos de su infancia con tal pre– dsion, como cuando COI1 toda certeza afirma que el 5 de Julio de 1885, frisando en los catorce años, llego por vez primera a Managua, y pudiera mencionar a multitud de personas con quienes tuvo que ver en su larga vida públi– ca, con toda claridad de nombres, fechas y lugares.
En la citada Autobiografía puede leerse de esos primeros años que él mismo había notado ya desde niño, esa memoria que debería serie útil más tarde. Suyas son estas palabras: "Mi constante deseo era llegar a saber tanto como ellos (Rafael y José Andrés Urtecho, Evaristo Cuarezma, Alberto Peña, Salvador Cerda y Salvador Cas– trillo), pero cometí el error de querer violentar mi vida de colegial, empeñando mi memoria al aprender lecciones muchas veces sin tener comprension de ellas; sin embar– go, las repetía con bastante facilidad, sin omitir, a veces, ni una coma".
Su experiencia en la asignatura de Aritmética Razo– nada que él mismo cita, está indicando que ya, desde pequeño, esa facultad le había llegado con su nacimien– to. Está hablando del año 86, cuando contaba con quince años de edad. Las lecciones, a cargo del maestro José Trinidad Cajina, se dictaban en dos horas, de ocho a nueve y de nueve a diez de la mañana. Chamorro, alumno de la segunda seccion, oía desde lejos lo que en la primera se desarrollaba; y luego, cuando le llegaba su turno en la segunda, dejaba admirado al propio maestro que no comprendía como, aquel joven, estaba repitiendo lo que él mismo había dictado una hora antes. Notese que estaba haciendo uso de su memoria y la usaba inte– ligentemente, para asombro de sus compañeros.
Es así como en esos primeros años de colegial ya aparece como caudillo, al enfrentarse a otro de sus mis– mas condiciones, el que fue años después General José María Moneada, con quien peleo el liderazgo de la clase.
Al principio debe haber hecho uso de ella sin notar– Io, quizás, que podía mantener vivas las imágenes de las personas a quienes conocía y de retener sus nombres. Pero cuando se le hacía preciso emplearla de otra mane– ra, comenzo a hacerlo inteligentemente, pues no en otra forma se explica que la usase con frecuencia llamando a las personas no por su título o apellido, sino con cierto asomo paterna lista de familiaridad, por solamente su nombre, cuando le parecía necesario.
Vayan unas dos anécdotas, recogidas entre muchas otras, en nuestro ambiente provinciano.
Vivía hace muchos años en Nueva Segovia, valle de Salamají, aledaño a San Fernando, don Eligio Ortez, de no mucha i1ustracion, pero de un señorío innegable y de una cortesía innata para tratar a las demás gentes, que
saltaba a la primera impresion que uno tenía de él. Por los años cuando yo comencé a tratarlo con intimidad, ya era entrado en edad, y en una de tantas conversaciones sobre política, a las cuales era aficionado, conservador dado por entero a la causa de su partido, le pregunté de donde había nacido su devocion por el Gral. Chamorro, de quien con tanto elogio me hablaba.
Vea, joven me contesto, voy a explicárselo. Más o menos en 1917 cuando el Gral. Chamorro ejercía la Pre– sidencia de la República, le fui presentando en una visita hecha en Managua, visita de cortesía, a lo sumo de un cuarto de hora. No volví a verle, ya que luego de aban– donar la Presidencia marcho a Estados Unidos y luego vinieron los acontecimientos de su campaña electoral del 24 y los sucesos del 26 y 27 que lo hicieron abandonar el país de nuevo.
A su regreso de Europa, más o menos diez años des– pués llegué al recibimiento que el partido le hacía. Entre las veinte m:1 personas que lo aclamaban, el obscuro provinciano era uno de tantos, sin ninguna significacion. Cuando ya se despedía en la puerta de su casa, la casua– lidad hizo acercarme a él, y sin vacilacion alguna estiro su brazo en direccion mía, y pude oír que decía: por fa– ver, den pasada a don Eligio, que viene de lejos y quiero saludarlo como a un sincero amigo que es.
Han pasado muchos años, concluía el noble señor Ortez, pero jamás olvidaré aquel gesto de llamarme por mi propio nombre, obscuro, que yo creía olvidado, entre tantos como le aclamaban en aquel momento.
En otra ocasion fuí testigo de otro incidente parecido. El General Chamarro había llegado a Ocotal, cuando la campaña del D~. Aguado, en 1947, y la gente organizo una manifestacion para acompañarlo hasta cierta esqui– na en donde se había levantado una tribuna para pro– nunciar los discursos de estilo. Era la hora del medio día
y tendidos en la calle había más de un millar de personas dispuestos a escucharlo. De pronto, al hablar de sus amigos, poso su mirada en un hombre de edad avanza– da, que permanecía con el sombrero puesto debido a los rigores del sol, retirado de él. Era el Gral. Manuel de Jesús Espineza Santelices, compañero suyo a quien me constaba no había visto hacía ya muchos años, y a quien conocía no propiamente porque hubiese militado en ejér– cito alguno a su cargo, sino por haberle sido presentado en alguna ocasion ya lejana, por lo menos de unos treinta años atrás. Entre tanta gente pudo distinguirlo y
dirigirle un saludo en público citándolo por su propio grado, nombre y apellido. Aquel anciano, a quien no saludaba para conquistarlo, porque ya era suyo, como todo un caballero, se descubrio e hizo una reverencia con su sombrero, que habría podido envidiar alguno de los mosqueteros de Dumas; inteligente memoria que la gente comenzo a comentar con elogios de extraordinaria sim– patía.
Así, a fuerza de conocer gente y no olvidar su fiso– nomía y sus nombres, conquisto amigos y partidarios, y dejo de ser el militar valiente para convertirse en indiscu– tible caudillo de su partido.
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