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III

¿ Esperaban, oh Padre Rubén Darío, acaso que fueras con la ronaa ae amoUtantes troveros, y que a los academicos como a los pordIoseros con un gesto plebeyo les IJrindaras tu vaso? ¿Que pusIeras estribos de madera al pegaso

1, que iba por nuevas cumbres y nuevos derroteros?

¿ "!ue con aduladores y con los rastacueros compartieras el lujo de tu capa ae raso?

¡ Tu odio a la aemocraCla 1 ~s deCIr: repugnanCIa,

por la política, el chovinismo y la IgnoranCIa; tu terror del pantano, tu amor por Jo ideal!

y esto en la gran América, tierra de los poertas

ignorantes y tiernos, de los analtabetas. Tu pecado, Maestro, fue intercontlllental.

ConstantemeI1Jte fuiste con tus grandes pavores, humilde monje blanco de las piernas de chivo, tu vida fue una serie de largos estertores: "Que no hay dolor más gl"ande que el dolor de ser vivo"

Lírico Job, llagado, temeroso y esquivo, visionario doliente de extrahumanos terrores, caminaste entre espantos y entre hondos estupores, "que no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo".

Llama de todo viento, juguete en la divina corriente de la vida. Toda flor, toda espina, fueron pan cotidiano de tu ser comprensivo. Sócrates de mi siglo, un viento negro brama contra lo que arde o brilla, lo que es fuego o es llama, "que no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo".

Todo lo que se dice, o se idea o se fragua en América, tiene su matiz provinciano, y sin embargo brava se lanzó tu piragua sobre el mar de la suerte cual trirreme romano.

y era la barca de oro y era de oro el agua y era un alba desnuda con un sol antillano, se perdió en la distancia /tu ardiente Nicaragua,

como mujer desnuda te atraía el arcano. En un son de siringas se durmió la floresta, las estrellas doraron tus pupilas de fiesta, tú, sentiste en los ,hombros la inquietud de un plumón.

Pasó un cisne lejano; pasó una garza errante, se oscureció tu rostro como el rostro del Dante,

Sagiltario apuntaba contra tu corazón.

ARTURO TORRJ:S RlOSIlCO

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