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« Previous Page Table of Contents Next Page »roa de ancesfros- anfes de nacer, en presen– cia de las rrlonfañas de rrlayor opulencia en Nicaragua, y no dejaron en su exquisifa sen– sibilidad ni la rrlás débil huella.
Dónde se quiere rrlayor felicidad que po– der conferrlplar a foda hora esa cordillera de Dipilfo que a veces parece un rrluro de cris– tal? Cierra la rrlon±aña desde Santa Maria a La Puerfa en las regiones donde dOrrlinaba el Cacique Misteya, cuyo nombre en lengua nahoa significa, habitante de las nubes Vi– vían en las nubes los indios desarrlparados!
En sus versos allí está el quetzal y el águila con el orgullo de su plurrla, y los pinos cantados por Rubén Daría, pero como año– ranzas de Florencia, de Nápoles o de Palma.
AIH en esas montañas vivió en sus pri–
n'leros años, cerca de un cerro que por las far–
des crepusculares parece un fanfasma de oro
macizo en las ntañanas de sol purpúreo; en
frente está todavía la casiia humilde de Pe– dro Espino y de Chepifa Soriano, donde hos– pedaba la madre con él Allí Simón Guillén, el Comandanfe del lugar, dormía meciendo
en sus brazos al niño que sería el hombre que
mayor gloria traería a la raza, a la lengua, pero más que fado a la Patria. Vale la pena ir por Segovia a conocer estas cosas, o por los pinos y el cerro cristalino de tanta luz que él vió siendo niño.
En lo que rezuma la sangre india en es–
le hombre, en lo que sí acusa su ser chorote– ga, es en algo más fundmnental e innegable, en el fondo de su alma en la niebla de iriste– za eterna que envuelve y sedimenta su poe–
sía y su vida. Así son iodos los indios: tris–
tes como una puesla de sol, tristes sin rrlotivo aparente, por herencia, porque viene el hilo de sangre desde aquellos primeros que su– frieron agobiados y vencidos y agotados has– ta hoy, hasta siempre a iodos los corazones de las tierras de América. El indio que yo ví en la maravillosa tierra de Santo Domingo es lo mismo que el de la isla de Ometepe. ¡Triste!
No tiene necesidad de rebuscar mucho esta tristeza. En cualquiera de sus versos es– tá a flor de emoción, pero en algunos más vi– sibles, más honda la pena, más macerada y
doliente, traducida COlTlO en los "Nocturnos",
en inquietud y zozobra que es la forma tan– gible de la tristeza o mejor: la forma alqui– tarada que quiere decir cernida, filiá'da -quintaesencia- de la tristeza, de tal ma– nera que salía a la cara rrlisma del hombre
en sus años lTlayores. Muchos lo conocieron:
vigoroso, silencioso, solitario, aunque estuvie-
ra en compañía de rrluchos como lo ví en la
canfina "América", en la cosia de ese lago
espejo de nuestro cielo, cuando lo llevaba Zelaya como objeto de lujo al Valle Brimont.
Mi noble amigo el Dr. Cuadra Pasos lo recor– daba.
Indudablerrlente que influyeron en su
manera y en su obra Buenos Aires, París, Ma–
drid, pero ya estaba formada su alrua de la tierra nicaragüense, de aquella tierra del nor– te nuestro, dura, pero en la que se dan tam– bién las rrlejores rrlontañas de este suelo y en donde por las noches el cielo es un tolde–
ría de luces que casi se tocan con las Inanes.
Mujeres COrrlO los paisajes, bellas y finas, co– 1no con luz de cielo en los ojos.
En qué libro leí yo y cuándo, que Rubén Daría había nacido por casualidad en Nica– ragua, y que era para país de cultura supe– rior? La rrlentira es contra nuesira Patria. Rubén Daría es un nicaragüense cOrrlpleto, con todos los elerrlentos de que está hecha nuestra alma. Siente y piensa y arrla y su– fre como nosotros. Lean con serenidad sus versos y allí hallarán la relarrlpaguenle y cá– lida imaginación de las gentes de esta tierra aunque los terrlas de su poesía sean de una refinada cultura europea, francesa casi sierrl– pre por el preciosismo.
Cuando conoció que se acercaba la hora final, no se quedó en ninguna de las gran– des capifales -llamas enardecedoras alrede– dor de las cuales había volado su alma- si–
no se volvió a la Patria, y a los suyos, a pa–
gar su tributo de graiifud y de amor a Ni– caragua, a devolver la tierra de que había
sido formado su cuerpo, a reintegrarse a sus
antepa"ados, a su raza lejana. La llamada del suelol
Un día -cuando ya se conocía su gloria por algunos- vino a Granada y se encerró en el Hotel de los Leones. No comía y Se pa– seaba toda la noche. Hablaba a solas, gesti– culaba. Le espiaba el dueño del Hotel. Lle– gó a verle un señor de la Rocha con su hijo. Rubén Darío lo abrazó, y tenía COrrlO luces de esperanzas en los ojos. Habló bajo y ansio– samente, quería algo: se quejaba. Tenía una voz de inconforme. Talvez pensaba que no había encontrado la justa valoración de su obra: que no había justicia, porque nadie había dado a la Patria la suma de gloria que él, que estaba allí oscuro y solo, ignorado. Pensaría que la gloria humana es una somo bra tardía, y quién sabe cuántas cosas más? El hecho es qile eran quejas las que decía, y luego el señor de la Rocha dijo a su hijo, re– firiéndose a Rubén Daría: No tiene ropa. Co– rno en el viejo cuento ruso el hombre no te– nía camisa... Eso es viejo, terna eterno. Lo de siempre en la vida.
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