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« Previous Page Table of Contents Next Page »Coronado y su hijo Don Gonzalo, que recorrieron todo el territorio centroamericano, desde Guatemala hasta Costa Rita, y don José Vásquez Priego fundador de los fuertes de San Fernando, en Omoa y San Juan De la numerosa servidumbre de Doña Juana, mencionaremos, pOI ocupor un lugar en nuestra his– toria, al indio Tiburcio y a Clara, niña blanca, ambos huérfanos, habfan sido criados como hijos de casa, lo que implicaba el cumplimiento de darles educación re– ligiosa y algunos conocimientos, como la lectura en el Catecismo de Ripaldo, la escritura y el contar La niña llega a ser considerada como miembro de (a fa– milia mientras que el varón siguió en condición de criado
El mozo, de 20 años, aunque mestizo, tenía facciones correctas y varonil compostura Su ocupa– ción predilecta, además del servicio usual, consistía en llevar ramos de flores a los santos de la próxima iglesia de la Merced y, los domingos, en colocar en el templo el reclinatorio de Doña Juana y la alfombra de Clorita De índole suave, servicial y corazón bondadoso, bra querido de todos las de la casa
Clara, mocita quinceañero, era la niña mimada de su patrona Graciosa, dulce, cariñosa, era, si no una belleza, una criatura encantadora, por su sonrisa que descubría unos dientes como perlas, aprisionados en una boquita de fabios rojos
Como era natural, la convivencia y el ¡rato fami– liar constante, iban despertando en el corazón de Tiburcio un sentimiento más que fraterno, que al fin y al cabo, como la pequeña chispa que lentamente se aviva y se enciende, vino o culminar en la llama que devora y consume, pero su notUI al timidez y el pro–
fundo respeto que profesaba o la casa no le permitían manifestar sus sentimientos de otro modo que por me– dio de cuidadoso, delicado y asiduo servicio a la dueña de sus pensamientos Clorita tomaba esto como tri– buto obligado a su posición y a las grandes c~lalidades
inherentes a una cuidadosa educación
Había ob.servado que Saturnino, cholo mocetón y simpático encargado de los establos, dirigía bromas pi– cantes a las criados, con mucha desenvoltura, y ql,le la recia masculinidad del cqballerito hacía gran efecto en ellas. .
Tiburcio se propuso usar los mismos procedimien– tos de aquel don Juan pueblerino Repentinamente cambió de actitudes, su mirada de mansedumbre se transformó por arte del encantamiento de Cupido, en un mirador tierno y apasionado, su voz adquirió timbres distintos y, en vez de la turbación que antes le cohibía, asumía actitudes de conquistador afortunado
La perspicacia femenina de Clarita notó inmedia– tamente el cambio operado en el ánimo del mozo. Con indulgencia y quizá con lástima observaba aquella transformación que tal vez la divertía
Un día de tantos la encontró sola orrellenada en un sillón¡ con un libro en la mono Haciendo acopio de valor y con voz entrecortada se fue hacia ella y le habló de sus angustias y esperanzas, que todo su amor era para ella. Una declaración eh toda forma La niña escuchaba asombrada al Tiburcio humil– de convertido en galán de aventuras, y conio él hiciera algún movimiento para acercarse, ella se levantó aira-
da y se fue resueltamente a poner a Doña Juana en autos de /0 que ocurría
Incontinenti, la señora llamó al indio, que llegó con el corazón palpitante y en actitud de ajusticiado, pues comprendió inmediatamente que la tempestad sé le venía encima Con Ja mirada fija en el suelo, Tiburcio oyó la admonición y reprimenda Doña Jua– na lo hizo notar que su comportamiento no era leal con la casa que le daba abrigo, que era falta de respeto a una hija de ella, pues como tal la consideraba, y le púso de relieve su condición precario para atreverse a lo imposible El culpable, anonadado y con lágrimas en los ojos nada decía, su ama, advirtiendo la turba– ción y fa congoja, le tuvo lástima y, suavizando el tono de su voz, le dice Bien, Tiburcio, ya lo sabe, váyase a sus quehaceres y pórtese como siempre ha sido, bueno
y fiel
Tiburcio salió aturdido bajo el peso de tan in– menso desgracia Sus ilusiones, un castillo de naipes El convencimiento de su inferioridad Lo imposibilili– dad de realizar su sueño Descompuesto, abatido, se metió en su cuarto y, sentado con los brozas cruzados, dio rienda suelta a su llanto
De repente, como quien tomo una decisión en un trance difícil, se levantó, se pusa el sombrero y se en– caminó a la iglesia
Como dijimos anteriormente, todos los domingos y días festivos llevaba al templo fl reclinatorio de Doña Juana y la alfombra de Clorita Después de acomo– darlas en su lugar se arrodillaba al lodo de un retablo donde estaba colocada una imagen del arcángel San Miguel al óleo Era un cuadro antiquísimo, un desas"
tre artístico, de colores chillones, pero que, con sus grandes dimensiones, representaba, aunque grosera– mente, un soberbio caballo blanco de enarcado cuello, apoyado en las potas y con las manos en el aire en ac– titud de saltar La imagen, envuelta en manto rojo, cabalgaba con ecuestre gallardía, empuñando una gran espada que, levantada, parecía la tizona del gran Manchego desafiando al cielo, a la tierra y al abismq Si en lugar de espado le hubieran puesto una ranza, se habría convertido en un San Jorge matando al Dragón. Tiburcio se quedaba absorto contemplan<;lo 01
santo patrono de la ciudad encargado de su defensa, aunque de vez en cuando distraía lo mirada hacia la otra imagen grabada en su corazón que rezaba con verdadero fervor en su perfumado devocionario Con paso vacilante se dirigíó a /a imagen de sus arroba– mientos místicos Los celajes vespertinos iluminaban el cuadro y presentaban al arcángel con irradiación fascinadera que conmovía intensamente todo su ser Se arrodilló y con verdadera unción musitó quién sabe qLlé ruegos, qué confidencias de penos y qué protec– ción esperaba de su invencible espada
Reconfortado su espíritu por el sortilogio de la fe,
llegó a su estancia y, en la penumbra, iba acomodando en una manta su pobre indumentaria y, con delicadeza y cuidado, la dulzaina que guardaba como reliquia por ser obsequio de Clarita, a la que, de vez en cuando, arrancaba melodías que sóro él sabía quién se las ins– piraba
Huir, huir, lejos, muy lejos, del teatro de aquella
escena que tan hondamente conmovió su vida, era su
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