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« Previous Page Table of Contents Next Page »Dr. Downs recibió un llamado telefónico del hospital diciéndole: "Nos parece que hemos tenido una muerte por fiebre amarilla".
"Así", nos comenió más tarde, "fueron
necesarios cinco casos en el mismo lugar,
con los mismos hombres viendo a cada uno de los pacientes, con la presencia de la en– fermedad notificada en la isla y alertada la profesión médica, antes de que se realizara un diagnóstico positivo por alguien que no fuera de nuestro propio personal.
Apenas puede suponerse hasta dóhde se hubieran extendido los focos de fiebre ama– rilla antes de ser notados, si no hubiera da– do la casualidad de que el equipo interna– cional estuviera trabajando en la isla. Todos esos casos de Trinidad tenían his–
torias que incluían excursiones a la selva,
donde presumiblemenfe habían sido picados por mosquitos que vivían allí. Pero el 8 de Agosto de 1954, el Dr. Downs vio un caso fe– bril no diagnosticado en Puerto España, la ciudad capital. La sospecha de fiebre ama– rilla no era muy vehemente, pero se hicie– ron los análisis de sangre de rutina, y en la sangre del paciente se aisló el virus de la fiebre amarilla. El hombre no había estado
en la selva hacía. semanas, entonces, eso era
fiebre amarilla urbana. Por primera vez en un cuarto de siglo, la fiebre amarilla había invadido un puerto marítimo an1ericano.
No se ubicó ningún caso secundario ori– ginado en esa infección, o que la hubiera producido.' (La t¡¡.rea contra los mosquitos
S<¡l había iniciado en Puerto España antes de que se de¡¡cubriera el caso urbano, y afortu– nadamente se o:\staba pulverizando insectici– da exaC±amen±é en el ár",a donde el hombre vivía). Mas 'tarde se encontró otro caso ur– bano.
Alto precio de la fiebre
Trinidad pagó un alto precio por no ha– ber erradicado al aegypti de sus ciudades. La isla fue c¡¡.talogada como puerto infeC±a– do por el Servicio de Información Epidemio– lógica de la Organización Mundial de la Sa– lud. Los turistas se abstuvieron de ir a mi– les, las famosas bandas de música de acero rascaban las cuerdas y resonaban en los sa– lones casi vados de Puerto España y ni si– quiera los cantores de calipsos encontraban divertida la situación. Los barcos y los avio– nes eran desviados a otros puertos, la pér– dida financiera para la colonia fue estimada en más de veinticuatro millones de d6lares.
Muerte al aegypti
Durante la emergencia se declaró una guerra a muerte al aegypti. Con la asisten– cia de la OSP, el Departamento Sanitario de
Trinidad inici6 una campaña para elim~nar
los mosquitos, atacando los lugares donde se criaban. Había patrullas que exploraban el área urbana, buscando signos de aegypti, revisaban las cisternas, los floreros de los ce– menterios, las pilas de neumáticos viejos, los ta111bores de agua, los tachos de hojalata, las cáscaras de coco. Encontraron larvas de aegypti en las fuentes de agua bendita de las iglesias, en una esponja para humedecer los tiInbres postales en el correo, en el orifi– cio para el agua de un frasco de pasta para pegar en un biblioteca y en el agua destila– da para las baterías en un garage. Donde– quiera que pudieran criarse los mosquitos, pulverizaban su superficie con DDT o hexa– cloruro de benceno.
La incidencia de los aegypti disminuy6 constantemente, cuando empez6 la campa–
ña, se encontraban en una casa de cada ocho,
y la cantidad disminuy6 a una casa de cada diez, de cada veinte, de cada cien. Cuando visité la isla en la primavera de 1957, los equipos de pulverización estabE\n tratando de eliminar ese final 1 por ciento.
Casi todo Puerto España había sido cu– bierto por los equipos pulverizadores, pero en Unas pocas áreas, particularmente en los 111ejores distritos residenciales, todavía se se– guía encontrando aegypfis. Los explorado– res iban a la caza diligente111ente, en busca de cualquier charco o depósito de agua es– tancada que se les hubiera escapado en sus rondas anteriores, los aegypfis se encuen– tran habitua1111ente en un radio de cincuenta 111etros parfiendo de sus lugares de cría, pero héibía aegyptis y aparente111ente no existían dep6sitos de agua. Fina1111ente, un explora– dór subió al techo de una mansión y encon–
tt9 larvas de aegypfi en un charquito de vein– ticinco milÍtnetros de ancho, que se había formado en una canaleta para lluvia coloca– dá con de111asiado poca inclinaci6n. Se for– maron equipos especiales con escalas para pulverizar en las canaletas, y los úl±i111os fo–
cos residenciales comenzaron a extinguirse.
Entre tanto, las dotaciones regulares es– taban trabajando en los últimos de los pue– blitos que faltaban cubrir. Yo me fui con Jesse Hobbs, el enf01116logo de la OSP en el área del Caribe, un virginiano amistoso y delgado a visitar un equipo en el terreno. El equipo estaba formado por dos jóvenes serios, en viejas bicicletas. El jefe era CarI–
ion Defour, de dieciséis años, un Inuchacho
de piel oscura, que hablaba con una enfona– ción cantarina. Trabajaban de casa en ca– sa, bajando por una calle de tierra en un pueblo pequeño y hÚ111edo, a una hora de aut01116vil de Puerto España. En cada casa explicaban su misi6n, pedían permiso para revisar si había 1110SqUitos en la pared, lue– go recorrían el pafio inspeccionando si exis– tían larvas en el agua que se había juntado
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