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a la villa de La Concepción, donde desmon– tamOs a la pueria de la casa de la señora Isabel. La venerable señora salió y 1e dio la bienvenida al Padre con una voz que pa–

recía el graznido de un cuervo moribundo,

y luego poniendo su Inano sobre los ojos, arrugó sus facciones y echó una Inirada es– crutadora al extranjero. Yo le hice una li– gen> reverencia y le dije los cm:nplidos de ri– gor, a lo que ella, iInaginándose que reco– nocía en mí al Seüor P de Tegucigalpa, vino hacia Iní y si no hago un hábil Inovi–

miento hacia atrás, me hubiera abrazado con

un ardiente afeefo que yo no tenia deseos de

recibir.

Desengañada en esíe respecto, nos invi–

ló a que pasásemos adelante y COInO tenía– mos que andar alguna distancia anles de re– gleSar, el Padre no dilató en decirle cuál era el objeto de nuesha visita. Ella bajó de una obscura esquina una caja de roble, ele la cual

sacó oira más pequeña que, pensé, alguna

vez contuvo píldoras. De ésta vació en la

mesa un mantoncito de oro, consistente en

fragmentos de un polvo impalpable, cuyo va– lor era de un d61ar. En la fonna y en el co– lor se parecía al ya descrito que se extrae del Guayape y sus iributarios.

Sus hijas, dijo, habían sido "lavadoras"

por muchos años y se hallaban ahora ausen– tes en uno de los afluentes del Jalán. Des– pués de un pequeño regateo compré el lote, que ascendía a dos onzas, al precio de $ 12.50 onza. Cuando pasábalTlOs por la aldea, el Padre caInbi6 varias miradas de soslayo no muy clericales con Inás de una de las hem– bras de su grey.

El panorama de cualquier parie del valle de La Concepci6n es sencillamente encanla–

dar Una gama de colores Se combina en

las colinas, que forman un anfi.f:ea±ro, con un

llano primaveral de exuberancia no iguala– da. La cadena de las montañas del Carbo– nal corre hacia el Suroeste, a lo largo del Ja– lán; su pico más alío, llamado Montaña de las Rosas, por la abundancia de estas flores

que, silvestres, adornan sus laderas, se levan–

ta al Este de la aldea y el rio Jalán flUye plá– cidamente más allá a unirse con el Guayape, abajo de Juticalpa.

Subimos al frote por un montículo fron–

doso de verdes árboles, a unos diez pies ITIás

arriba que el llano. Desde allí la 'lisIa era tan exquisita que decidí quedarme hasta pre– senciar el ocaso. El valle en todo lo lejos qUe podía alcanzar la mirada, era una on– deante alfombra de esmeralda, con los cerros az.ules y purpúreos que se vuelcan desde la lejana extremidad a una altura de 1.200 pies

y cubiertos con árboles densamente frondo– sos. En esta alfombra esmeraldina pacían

unas ires mil cabezas de ganado, innumera..

bIes caballos y Inulas, nllentras los rebaños de ovejas y cabras que regresaban de su pas– tura diaria se movían lentamente hacia el corral para protegerse con tra los coyotes y

los lobos que pasan aHsbando a los miembros clescarriados. Todo el cuadro era la quin– taesencia de la belleza pastoril.

El sol pon1ente derramaba sus últimos rayos de dorada luz a través de las 'lisIas y las- avenidas formadas por los árboles. y un viento apacihle del Oeste suavizaba el aIn biente y jugaba perezosaInente entre las ho– jas. Nuestros caballos, que el Padre había

proveído (sin consenfir que usara el rnío pro–

pio) , parecían gozar del paisaje tanto corno

nosofros. Dejando nuesiro pequeño "oasis",

si es que lal término puede ser aplicado a

un lugar situado en un valle que en sí lo es,

dimos rienda suelia el nuesfros aniTIl.ales y salirnos, yo en un caballo bayo obscuro, de

fnertes remos, y el Padre, que sabía moniar muy bien, en un bonilo tordillo que a naclie presfaba Nuestra senda no tenía el n~enor

estorbo de roca o bananco y el Padre, que

110 estaba satisfecho con mis ejecu1:orjas ecuestres, miró hacia airás así. que me pasó veloz para ver cózno n1.0 conduela yo corno

competidor. Su sOInbrero de teja, su vesti– dura sobria y la suelia Iranquilidad de su

porte en la silla, lne hicieron recordar ÍIune–

diatamente las descripciones de los frailes combatientes du¡ante la guerra de México. Pan,cía un verdadero Padre Jaurala. Su ca– ballo ienía decididamente la ventaja, y hu– biera continuado en su paso rápido hasta el Guayal'e, de no haberse puesto el sol y que la palidez del Monte Rosa en las sombras de

la noche obscura, no nos avisara que ienía–

mas aún alguna distancia que recorrer hasla

alcanzar Juticalpa, de regreso.

Pal'anlos en una pequerla hacienda para

comprar limas dulces, trotamos hacia la casa

y cruzando el río Julicalpa otra vez, luego entramos a la ciudad. El valle de La Con– cepción es principaln~ente propiedad del se– ñor Garay, y él expresó su voluntad de que este llano fuera el sitio donde se fundara una futura ciudad norteamericana. Jutlcalpa, di–

jo, [la serí.a del agrado de los arnericanos, y

él, repetidamente, ofreció darme el valle en–

iero cuando regresara con una colonia. Su–

pe que hay un camino carretero que corre toda la distancia entre La Concepción y La Confluencia, cruza unas pocas quebradas sin importancia y sigue la orilla occidental del Guayape. El llano alrededor de La Concep–

ción es.tá a poco 'ITlás o menos noventa pies

Inás alfo que el de Juticalpa y se d1ce que es más frío, pero yo no pude notar la dife– rencia, El valle se reconoce como uno de los Inejores empastados que existen en todo Olancho.

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