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bre me preparó una comida con carne sa–

f~da y ioriillas.

Al

saber que yo era americano, la seño–

empezó a ponerme si:tio a fin de que le

~C:era remedios para su sordera, y no desean–

d ' defraudarla y, al mismo tiempo sabiendo

o innocuo de mis recetas, le recomendé ba–

~oos diarios de agua caJienie (que mucho los tlecesHabal y abluciones de aguardienie con tl al aplicadas a loa pies! Estoy seguro de

~ue si ella hubiera recobrado au oído, lo hu–

biera airibuído a mi receta, y si né, la que

hasta los más célebres doctores no siempre Sotl infalibles! Pero doña Tomasa -que así se llamaba- ya no necesitaba de remedios. E! fiempo, ese inflexible destructor de todas tluestrafl facultades la habrá alcanzado ine– xorablemente.

¡::n la madrugada un viento del Norte soplaba acompañado de lluvia. Roberto aún no había llegado. En Río Abajo, sin embar– go me alcanzó y me dio la terrible noticia

de' que se extravió del camino y cayó en un

barranco en la tremenda obscuridad de la noche. El caballo estaba tan malherido que hubo necesidad de matarlo, y las abundan– tes manchas de sangre en el cuerpo de Ro– berto demostraban que había escapado por milagro. Los demás animales fueron suel– tos para que pacieran libremente y, enlon–

ces TI'\on±ando en nuevas mulas, salirrtos ha–

cia Tegucigalpa, en donde mi viejo amigo el señor Lozano, me dio la bienvenida con su acostumbrada cordialidad.

En relato de mis impresionefl sobre Olan– cho ocupó toda la tarde. El viejo señor exa–

minó mi contrato, y con verdadero entusias–

mo hispano, ya veía él la restauración de los buenos :tiempos de la colonia, tal como él alcanzó a verlos cuando niño. Empleó to– do el siguiente día en circular la no:ticia so– bre el brillante futuro de Olancho bajo los auspiciOs de los americanos del Norte, y an– tes de una semana se formaron dos grupos en Tegucigalpa, uno opuesto a la enlrada de los americanos en Olancho y otro, con expre–

siones entusiastas, en favor de la "regenera–

ción futura del país".

La invasión de los guatemaltecos había hecho que el Gobierno se trasladara al de– partamento de Gracias, donde el Presidente Cabañas estaba preparándose para atacar al enemigo. La firma del Secretario de Rela–

ciones Exteriores, que era necesaria para la

validez de mi contrato con las autoridades de Olancho, fue solicitada, enviándose el docu– mento a los Llanos de Santa Rosa, en donde,

h~biendo sido puesto a la consideración del E)ecu:tivo por varias semanas, al fin se le pu– Sleron las firmas con el sello oficial.

Durante este lapflo hice varias excursio-

nes a los lugares vecinos, tanto como mi de– rrengadura lo permitía, a fin de con:tinuar el examen de las minas de plata del deparla– mento. En un capítulo separado doy todos los datos a este respecto tal como pude reco– gerlos, los cuales, aunque incompletos y pre·

sentando sólo una consjderación superficial

de su valor, pueden servir para demostrar la

inmensa riqueza que se ocu1±a en las mon·

tañas de Honduras y que está en espera de una empresa de trabajo y de inteligencia que la explote.

Los modernos descubrimientos de oro han ampliado la esfera de nuestro comercio y, como objetivo de una industria producti–

va, ha dado nacimiento a dos nuevos cen– ±ros comerciales, que se dividirán entre -ellos

la riqueza del Pacífico. Estos acontecimien– tos son más importanies que las revolucio–

nes.

Pero si el oro ha establecido de por sí una nueva dignidad y poder como CRusa ins– tigadora del progreso, no menos lo puede la plata, cuando su producción, conlO metal her–

mano, caiga una vez para siempre en manos

de la industria anglosajona y bajo la férula de su inteligencia proféíica.

La región de Honduras, al Oeste del de– partamento de Olancho, está cruzada por ve– tas de plala que, en las dos últirnas centu– rias, han vertido millones sobre Europa y hasta han competido con el Perú y México. Su posición aislada, apartada de las rutas del comercio, hasta hace poco ha impedido que reciba la atención de los capitalistas para

que se dé un hnpulso poderoso a sus minas,

como a las de otras repúblicas hispano-ame– ricanas. En los departamentos de Gracias, Comayagua, Choluteca y Tegucigalpa exis– ten cientos de vetas de plata que, 'trabajadas

econón1icarnen±e y con aparatos científicos, seguramente enriquecerían a quienes lleva–

ran a cabo esa empresa. Mis propias obser– vaciones se limitaron a las minas del úllimo de los departamentos nonlbrados, en donde se me dieron todas las facilidades para su

inspección.

Tegucigalpa cuenta dentro de sus línrl–

tes con diez minerales, o distritos mineros,

teniendo cada uno su grupo de minas im– portantes, muchas de ellas abiertas hace lar– go tiempo y muchas en magníficas condicio– nes de trabajo. En compañía del señor Jo– sé Ferrari visité el minmal de Sania Lucía, cerca de Tegucigalpa. Después de unas ho– ras a caballo alcanzamos la cima de la se–

rranía montañosa de Santa Lucía, aunque a

nuestra derecha Se alzaba un pico verde, cer– ca de mil pies más arriba de nosotros. Des– de nuestro puesto tuvimos una espléndida vista de Santa Lucia, aldea pequeña pero gra– ciosamente construida, emparrada con arbo-

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