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que le sentaba muy bien. Como siempre ha–

bía poco que comer en Guaimaca., más, el

proverbio bíblico quedó demostrado una vez más ya que la Niña Albina regresó después de hacer una expedición exploratoria por la aldea, con una gallina viva, algunos frijoli– tos y huevos. Después de la cena la joven tuvo la fineza de picar un excelente tabaco para mi pipa y por la mañana estaba prepa– rando un sólido desayuno para antes de que emprendiéramos la jornada.

De Guaimaca a Talanga hay un día de camino. Llegamos a esta última aldea a la caída del sol y nos fuimos directamente a la

casa de nuestro anterior anfitrión, don Gre–

gorio. Lo hallamos en medio de sus gallos de pelea, ocho en total, cada uno amarrado de la pata a un trozo de madera cuadrado, y varios de ellos cantando retadores a pesar de lo avanzado de la tarde.

Se excusó de que su señora no venía a

darnos la bienvenida porque, insinuó con

aire de importancia, pronto le daría a la fa– milia Moncada un nuevo retoño. Cuando vi– no la noche las campanas de la iglesia toca– ron a oración. Las mujeres de la casa -ha–

bía cinco- se hincaron a rezar con tal devo–

ción que imaginé que el importante evento estaba ya muy próximo.

A las ocho de la noche se apagó la vela y la familia se retiró a dormir, menos yo que me acosté sobre un banco, del que to– rné posesión a falta de un cuarto donde col– gar mi hamaca. Dormir era imposible. Va–

rios "chanchos", víctimas del frío, Se habían

arrimado cerca de la puerta, y sus continuas reyertas por un espacio donde echarse o por alcanzar el puesto interior, acompañadas de un quejumbloso chillido, persistieron hasta después de la medianoche, hora en que tuve que levantarme, abrir la puerta y darles de golpes con un garrote, haciéndolos ir a gru– ñir a la plaza. La noche helada y nebulosa y la aldea quieta como una tumba. Ha– biendo cerrado la puerta, probé dormir otra

vez, pero ahí no IUás, los cerdos en mayor

número regresaron al mismo punto. Una cabra que estaba encerrada en la cocina co– menzó a balar desesperadamente a interva– los regulares nor el resto de la noche, mien– tras las llamadas frecuentes de la progenie de don Gregario, de vez en cuando daban pábulo a interesantes debates de familia, ocurriendo todo en la más negra obscuridad.

En la madrugada, la fatiga de la jorna– da del día anterior por cerros escabrosos, se impuso sobre todas las demás sensaciones y, a pesar del asalto de las pulgas, que her– vían en la choza, había caído ya en un ador– mecimiento, cuando los gallos amarrados dentro de la casa para su seguridad, comen– zaron sus cantos matinales hasta clarear el

día; y entonces febril, agotado y medio loco salí a la calle y ordené a Roberto que bus: cara los animales para salir inn,edialamente de Talanga.

A pesar de las pulgas y del ruído infer_ nal, don Gregario dormitaba tranquilamente

en su esquina y refunfuñó somnoliento cuan.. do las rnujeres invadieron la casa para sa~

carlo a la calle con todo y sus gallos. Ro– berto tardó dos horas en buscar las mulas, y cuando yo había renunciado a esperarlo y

resuelto comprar una para proseguir solo,

apareció de repente con ellas desde un pun– to insospechado. En otra media hora más ensillamos, cargamos y, desde mi bestia, dije adiós a la San Diego.

Desde entonces he pensado que mi apre– suramiento para salir y que el haber omiti– do los corrientes cumplidos al despedirme, dejaron en el ánimo de don Gregorio la duda sobre si yo era agradecido y bien nacido. Sea lo que fuere, creí que otra hora más en Talanga (cuyos horrores apenas he descrito) me haría de seguro un candidato para el asilo. ¡Qué las nuevas responsabilidades de don Gl'egorio Mancada perduren, son mis de– seos para su orgullo y honor! aunque lo du– do mucho, si como padre se limita a su ocu– pación de fumar cigarrilos de papel y jugar gallos.

Impaciente por terminar mi viaje, má"

xirne por sufrir un intenso dolor en un pie

que me herí y sin poder usar bota, dejé atrás a Roberto y seguí sólo mi camino. El sol deslumbraba tanto al reflejarse en las mon– tañas de caliza que tuve que proteger mis ojos con un pañuelo.

Al anochecer, las chozas de Cofradía apa– recieron inesperadamente y era tal el dolor que me obligó a desmonlar en la primera

cabaña. La buena suerie hizo que me diri–

giera a la casa de la principal persona del poblado, una señora ya de edad, sorda, que hacia poco había llegado de Tegucigalpa. Al solicitarle hospedaje me contestó movien– do la cabeza y diciéndome: Soy sorda, se–

ñor! al :mismo tiempo se ponía una mano en la oreja. Levanté mi voz, pero sin resulta–

do, hasia que llegó una rClUchacha morena a la puerta y con sus señas le tradujo mis deseos.

Después de varias preguntas sobre el lu– gar adonde yo iba y de sentirse salisfecha de que yo no iuviera nexo alguno con la re–

volución, me otorgó el permiso, aunque la

vieja abrigaba sospechas por mi traje y por

mi aspecto extranjero, y más que todo, por–

que no andaba con criado, sin el cual nin–

gún caballero viaja en Honduras. Pero sus

temores pronto se desvanecieron con mis ex–

plicaciones, y al ofrecerle varias monedas de

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