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« Previous Page Table of Contents Next Page »de mi pennanencia can esia farrtilia verda– deramenie buena, se mosiró una solicitud por mi bienesiar que nunca creí recibir fuera de mi propio hogar. Consiguieron para mí un cenienar de cosas, cuya necesidad nunca hubiera sospechado. Temprano de la ma– ñana siguienie, acompañado de los hijos de don Carlos Dárdano, que ahora regresaban a SU hogar en la isla del Tigre después de una ausencia de cuairo años, dejé la casa donde había sido objeio de tania hospitali– dad y, precedido por abrumadores buenos deseos de la familia, iomé el camino hacia el embarcadero de El Tempisque, situado en la boca de una pequeña ensenada que conec– ta con el Estero Real. Después de andar cua– tro millas, llegamos a la antigua ciudad de El Viejo, cuariel general de los lancheros y adonde la noche anterior mi atenio anfitrión de Chinandega había despachado un mucha– cho con el fin de conseguirme un bongo pa– ra hacer mi viaje a la isla del Tigre. La ciu– dad, que es una de las más viejas del país, tiene unoS tres mil habitanies. Sus casas es– tán construidas mejor que las de cualquier otro lugar de igual t amaño en Nicaragua y es sede de muchas familias aniíguas y ricas Don Mariano aseguraba que los hombres más acaudalados de Centro América residen allí. La iglesia de la Concepción es el edi– ficio principal y hay una más pequeña, el Calvario.
El camino entre Chinandega y esia ciu– dad está bordeado de setos de los comunes
y compactos cactus, que separan las planta–
ciones de Inaíz y frijoles, todas lozanas a la luz tempranera y verdes como una pradera
de Nueva Inglaierra en Junio. Desde aquí hasla El Tempisque, en una distancia de ca–
torce miJlas, vimos tan solo una casa; el ca–
mino rápidamenie se angosta hasta cOnver–
tirse en una vereda de mulas, que se dirige
a una espesa moniaña can árboles hasta de seis pies de diámetro. La selva parecía ha– ber sido quemada recienlemente y muchas de las plantas más pequeñas estaban sin ho– jas y secas. Las más grandes formaban una densa sombra sobre nuestras cabezas y en ellas varios manos colorados se balanceaban colgando de sus colas, y nos hacían horribles muecas. No pude resistir la teniación de eX!"minarlos de cerca y al disparo ceriero de
rol rifle cayó uno en HerraJ mienlras resona–
ba el bosque con el aullido de sus compañe– ros. Una de sus piernas estaba rota y, ade– más de sus lamenios -casi humanos- y de sus lágrimas verdaderas, su mirada era su– plicante como reprochando mi crueldad, lo qUe me hizo iomar la resolución de que nun– Sa más repetiría esta innecesaria iragedia. us acenios trémulos y la manera tragicómi– ca can que ponía sus dedos en la sangrante herida, levantándolos después piadosamente COmo para que yo los viera, me persiguieron por el resto del día. Pablo, que había veni– do con nosoiros para regresar con los caba-
nos lo despeñó. No tuve corazón para re– maiar mi propia obra. Toda la cosia Norie de Nicaragua que bordea la bahía de Fonse– ca es un ierreno desperdiciado, con algunas maderas y como lo he descrito anies, con la excepción de los pantanos por los cuales se abren los esteros menores, cultivándola es capaz de producir lo suficiente para suplir todo Centro América can producios alimen– ticios. Con la excepción del gran cabo que forma la "Columna Sur de Hércules" de la bahía de Fonseca y sobre el cual se halla el gran volcán Cosigüina, esta porció ndel país se hallaba escasamente habitada y nada pro– duce. En la región arriba exceptuada hay varias fincas grandes y se han hecho con éxi– to varios intenfos para cuHivarla. Anfes del mediodía llegamos a una choza solitaria he– cha de varas y paja, montada a poco más o
rnenos veinte pies encima de un lodazal, en
el limo negro y rico en el cual, estando la marea baja, varios bongos con la quilla ha– cia arriba brillaban bajo el sol. Habíamos llegado a El Tempisque. Un negro, firitan c
do de fiebre sacó la cabeza fuera de su an– drajosa cobija, en la puerta de la choza, y débilmente exclamó: "Adiós, cabálleros!". Sus ojos rojos y legañosos y rasgos exienua– dos eran casi fantasmales en su fealdad. A nuest ras pregunias repuso que teníamos io– davía que esperar cuatro horas para que su– biera la marea. No puedo traer a mi me– moria un cuadro de miseria más sórdida que el que estaba presenciando. Los cerrados manglares en los que el zopilote cabilaba co– mo el genio maligno del lugar, parecían grandes esqueletos desplegando sus brazos flacos, sus deshojadas ramas y retorcidas raíces, como reptantes víboras. Esta esiaba acompañada de un incesanie e indescripti– ble ruído, causado por el movimiento de mi– ríadas de cangrejos escarbando en el negro limo. Va por haber justamente roio el últi– mo eslabón que me asociaba con mi hogar y en parie por el recuerdo de los lamentos de agonía del mono que maté y la desolae ción de este espantoso lugar. ahora experie mentaba el primer tormento de una genuina congoja. Para completar las incomodida– des, el mayor de los Dárdano cayó con fie– bre y lo habíamos apenas extendido en la cabaña inmunda, cuando el chubasco llegó con sus bifurcados relámpagos y sus truenos relumbantes La lúgubre soledad del sitio, la furia de la lluvia, las quejas del enfermo y el presentimiento de que mis papeles y ar– tículos de viaje, que no habían llegado en el carretón, esiaban ya empapados, se combi– naron para hacer de El Tempisque un punto de horrores y un objeto de maldiciones. La lluvia cesó y en su lugar Se levanta–
ron, como por arte de magia, nubes de lYlDS–
quitos y de microscópicos jejenes, en canti– dad fal que los recursos del Río Grande, del Mississipi o del Sacramento Se quedaban pá– lidos. La rechinante carreta llegó por fin y
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