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« Previous Page Table of Contents Next Page »del país, dijo nuestra joven, a :tiempo que se contemplaba maquinalmente en un espejo colgado ahí cerca, y medifaba sobre los días del ayer, cuando cada dos semanas había un día de fiesta, en las que todo el encanto de los ojos brillantes y de los labios rojos po– dian ponerse en juego en el bolero grácil o en el fandango saleroso. En verdad que los días felices de Nicaragua parecían idos para siempre y que el país, otrora paraíso de pla– ber y de despreocupada alegría, estaba aho– ra abandonado a los zarpazos de la guerra.
Después de decir adiós a nuestra amiga. proseguimos hacia la ciudad y cuando pasá– bamos frente a una pequeña y medio ruino–
sa hacienda, la vieja dueña nos hizo señas
para que entráyamos. Vimos a un grupo de personas reunldas alrededor de algo en el suelo y que luego descubrimos era una boa que acababa de ser muerta en el ado de fragarse una guatusa, pequeña animal de Herra, entre erizo y ardilla, cuyos grifos atra– jeron al grupo al lugar del suceso. La ser– piente tenía a su vídima medio engullida cuando la mataron, con la cabeza del ani– malito fuera de su boca.
Una de las mujeres dijo que había sido una suerte la muerte de esta culebra, porque algún día hubiera acabado con uno de sus hijos. Le pregunté si tal hecho había ocu– rrido alguna vez, a lo cual todos los del gru– po respondieron afirma:tivamente, y cada quien, interrumpiendo al otro, se hizo len–
guas refiriendo casos en que, en las hacien–
das más apartadas, varios niños habían sido víc±irnas de las boas. La historieta, sin em– bargo, necesifa confirmarse en fuentes más formales. Esta culebra medía catorce pies de longifud y casi un pie de circunferencia en la parte final. Me dijeron que alcanza– ban un tamaño mayor.
A nuestro regreso a Rivas nos encontra– mos al pequeño cuartel en estado de intensa agifación. Un correo había llegado con la alarmante no:ticia de que los soldados de Chamorro, en número de doscientos, estaban en las orillas de la ciudad preparándose pa– ra atacarla. El tambor de la guarnición lla– maba animosamente a las armas, y se proce– día a una limpieza general de mosquetes. Resul:tó ser una falsa alarma y la tranquili– dad fue luego resiablecida, pero tuvimos la ocasión de ver la confianza que nuestros amigos los norteamericanos residentes po– nían en los medios de defensa y en la buena fé del enemigo. El Dodor Cole ya había em– pacado sus baúles, ensillado las mulas y su familia estaba lista a salir apresuradamente hacia San Juan del Sur tan pronfo como hi– ciera su aparición la facción contraria. Se habían hecho varias ejecuciones reciente– mente en las cuales los prisioneros fueron obligadoa a hincarse en la plaza para ser su– mariamente fusilados :tirándoseles al cora-
zón. No era oportuno confiar en la merced de hombres frené:ticos por la oposición y la derrota y sedientos de la sangre de todos los
americanos.
En medio de la barahúnda surgida por el grito de "¡el enemigo'" un hombre irrum–
pió en la ciudad cabalgando un brioso ca– ballo ~,?n los arreos cascabeleros a que son tan aüclOnados los caballeros hispanos. Aci– cateó hacia donde estábamos admirando su equi:tación, parando en seco su corcel y lan– zando una lluvia de arena y polvo a nuestros pies, ,,:viden~ern<;n~e enfadado porque per– maneClmos lnmovl1es frente a la peligrosa proximidad de las paias del animal. Este hombre era el célebre José Bermúdez. muer– to después en una de las sangrientas bata– llas de la revolución, y catalogado como el jinete más atrevido y el comba:tienteinás fiero en el Departamento. Sus grandes y ex– presivos ojos, su gruesa y larga cabellera au flexible figura, su aspedo de "¡qué me 'im– porta'" y el estilo de su traje, le daban una verdadera prestancia cuando cabalgaba.
Regresaba ahora de un viaje de insf'ec– ción por su propia cuenta, y desmontó de su caballo precisamente cuando el cielo se puso nublado y cayó de improviso una tormenta atronadora sobre la ciudad. Las calles fue– ron arroyos en corlo :tiempo y todo el mun– do, excepto un burro que pacía apacible– mente en la plaza, corrió a refugiarse. Ber– múdez afedaba un desprecio por la lucha insignificante de sus compatriotas, y a me–
nudo se refería, para atemorizar, a las gran–
des batallas de México, como el non plus ultra en los anales guerreros. El termóme– tro durante nuestra permanencia en Rivas se
maniuvo:rrtás o menos COlLlO sigue: a las seis
de la mañana, 82., a las doce meridiano,
98·, y a las seis de la tarde, 88.. La tempe– ratura parecía cambiar poca cosa por las llu–
v~as de l.a tarde. !?esde las t?rres de la igle– Sla de R,vas se obilene una vlsta muy boni:ta de una porción del Lago de Nicaragua y del volcán Ometepe.
El mercado ocupa los lados Norie y Oes– te de la gran plaza. Aquí se exhiben en venta numerosas frutas del país, chiles pi–
cantes, artículos de ropa ligera. medicamen– tos y chucherías. Las mercaderías, coloca– das en el pavimento en canastas grandes y de poco fondo, eran vigiladas por mujeres.
quienes nos observaban curiosamente cuan–
do pasábamos ante sus artículos de comercio.
Al suponer que como extranjeros no podía– mos hablar su lenguaje, se arriesgaron a ha–
cer observaciones en cuanto a nuestra apa–
riencia personal y nuestros trajes. Mariano, no obstante, le contestó a una vieja gorda que se rió de su sombrero de paja de ala angosta, a :tiempo que todo el grupo rompió en un alborotado regocijo gritando: ¡Es hi– jo del país, habla bien el español! es inme-
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