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« Previous Page Table of Contents Next Page »-Guardála pal:a vos Y el chacalín. Cabizbajo, se dirigió al inierior. La pe– rrilla entr6 iras él.
Cada mañana, el agua había cerrado más el cerco, El muro de brumas era cada vez más infranqueable. El agua desatada es un enemigo con el cual no se puede pelear. Es como una hidra gigantesca, tiene cienios de cabezas, cientos de fauces, de lenguas. Es invencible, inmorlal. Surge de pronto, bro–
fa, mana, corre, se agranda, se expande, se
hincha, se adelgaza. Aparece de pronio por iodas paries a la vez, a mansalva, se cuela,
se pulveriza en el aire, se enrosca en las gar
R gantas. Aplasia la maleza, derriba los ro– bles, pulveriza las rocas, ialadra las monia– ñas, pudre los huesos,· coniagia de lepras la pureza. ¡Qué podía hacer él, Pedro Vindas, conira el agua1
Pedro Vindas se mir6 irisiemenie las ma– nOS llenas de sangre. Había sido difícil, pe– ro tuvo que hacerlo. Lo hubiera querido evi– tar de iodas maneras, pero, ¡no fue posible!
El Barcino era un buey valienie, bueno para el trabajo. Amigo fiel de muchas jor– nadas, consuelo de muchas irisiezas, compa– ñero de rnuchas alegrías.
-Cuando lo merqué en Alajuela, era io– davía un novillillo. Conmigo se fue hacien– do mayol:. Junio con El Moro no había yun– ia que jalara más parejo en iodo el bal'rio. Y es que no le zafaba el lomo al irabajo. Cuando subíamos del río con la carga de are– na que hasta la carreta parecía que se despa– iurraba, venía brioso y coniento y sin chu– cearlo jamás. ¡Pobre Barcino Si hubiera si-do por mí Pero.
No lo había pensado dos veces. Bajo .131
alero del caidizo, aiaqo al horc6 n , el Barcino esiaba echado rumiándosl3 las entrañas. Es– taba flaco y anguloso, iambién a él el agua lo estaba matando. Entre que lo devorara la humedad o les diera el alimenio que ya casi no ienían, Pedro Vindas prefiri6 lo se– gundo. ¡Después de iodo, era el último ser– vicio de sus carnes, la última faena, la última salida sin reiorno! ¡Después de aquello, iría a pastar para siempre en las praderas del Jordán!
Pedro Vindas se acerc6 con el macheie desnudo en la diesira. El buey se levantó dirigiéndose insiíniívamente al pesebre. Pe– dro Vindas cerr6 los ojos y con un iremendo esfuerzo, le hundi6 la afilada hoja en el pes– cuezo. El bruio mugi6 dolorido y se esire– meció tambaleante. Cayendo de rodillas y levantándose se debatía desesperadamenie. La techumbre crujía a cada iír6n. La sangre corrió a borbotones rivalizando en ímpetu con los torrenies. Pedro Vindas comprendi6 que el buey estaba iorpemente herido. Una aguda desesperación le taladró el alma. Pe– dro Vindas no quería mirar. Pedro Vindas se sinlió como un criminal. Enfebrecido, aia– cado de súbífo por un acongojanie sadismo, enloquecido, comenzó a descargar el arma
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la cabeza vuelta hacia el lej.ano esirépit?, se jusi6 el coberlor de ioscas fIbras y busco en–
~re la corrienie el vesiígio del trillo. Lenta– mente, pensando dos vec:,s d6nde ponía el íe desnudo, se fue perdIendo por entre la huvia. Cuando María sali6, apenas si alcan– z6 a ver sus a!"chas e,spaldas, ya lejanas. Si~
saber por que, un paJaro, una hOJa, un reSI– duo cualquiera anunci6, al pasar veloz junto al alero, la congoja de otro ser. A iíentas, Pedro Vindas lleg6 hasta la tranquera. Las heladas manos se asieron fuerlemente a los
fravesaños superiores, que era 10 único que
sobresalía del torrente. El agua le daba más arriba de la cintura. Pensó que hasta allí podrían llegar, ¿,y después? Abajo estaba el río cuyo puente debía de haber desapareci– do 'ya. Hacia arriba, comenzaba la montaña con sus hondonadas traidoras, sus pasos in– franqueables, sus peñascales hirsutos. Y ade– más, la fuerza de la correntada que alcanza– ba en la pendiente magnitud de catarata po– tente y enmarañada. ¡No era posible esca– par! ¡Eran prisioneros de un desiino impla– cable! ¡Tendrían que esperarhasia que Dios quisiera apiadarse de ellos! Uos aullidos en– diablados del río llegaban hasia él helándole la sangre. Alcanzó la callecilla con el agua al pecho y aferrándose a cuanio podía para no ser arrasirado. No se atrevi6 a avanzar más. No podía. Con la esperanza hundida hasia el fondo de la desesperación, se deiuvo iambaleando entre la espuma. Desde el si– tio en que se encontraba podían divisarse en los días de verano los iejados del pueblo bri_ llando al sol. Se limpi6 con el dorso de la mano el agua que colgando de los párpados le anegaba los ojos, en busca del paisaje fa– miliar. Inúill. También el pueblo debía de haber desapareCido. En su sífio, se exiendía una oscuridad impenetrable. Se devolvi6. Marchapa lentamente, dificultosamente. Pen– só en María. No le diria nada. María tenía siempre la esperanza de que el agua cesara de un momento a otro, no Se lo había dicho, pero él lo adivinaba en sus ojos, brillándole como una tenue lucecita.
¡Hacía diez días que no cesaba de llover! ,Un par de días más y el agua se llevaría el rancho! ¡Y luego, el hambre! ¡El hambre! ¡Qué iban a comer! ¡Hay que comer todos los días! ¡El hambre crecería como el agua
y corno ella los mataría!
Sin saber c6mo, lleg6 hasta el rancho. Una soledad inmensa, una lacerante congoja Se le apretujaba al cuerpo aterido. -¿,Dónde andabas, Pedro? -Viendo el bajo ...
--á para qué?
-QUería ver c6mo esiá el río de crecido. --¿,Hay puente? ..
Pedro Vindas na contesi6. Sin insistir rnás, Maria agregó:
-,¡.m ±anés comida -_.No iengo hambre. -=Queda muy poca ...
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