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« Previous Page Table of Contents Next Page »0011 ManueHio aprendiera a caniar y a ioc;ar la guitarra.
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Más sabe el diablo por viejo que por dia– blol pero si desde la fundación del Infierno hubiera habido fambién diablesas, a estas horas ellas sabrian aún más que los señores diablos. y así bien poco después de los pro– nósticos de la abuela y antes de la otra luna, la Baltita voló ..
La abuela madrugadora fue la primera en d¡;ir la voz de alarma, asombrada no tanto de la profetizada fuga cuanto de no haberse dado cuenta de nada, ella, que alardeaba de tener un dormir más ligero que el del alca– rav{m.
el 'Cemporal
Los chiquillol;l lloraron, la vieja repetía:
"yo lo dije, yo lo dije ... ", la Plf>.cida, entre jotas y re-jotas y sin acabar de echarse sus trapos encima, se fue a soltarle las nUevas al marido, que dormía en su hamaca de bra– mante bajo la exhausta ramada "guatera", fuera del rancho.
El hombre recibió la noncia con razona– ble dosis de filosofía, lo que hizo aplacarse un fanto a la mujerl cuando acabó de ~es
pertarse le pregunta: -"¿Y quién es el ga– llo?". Tal interrogación hizo vacilar a la Plá– cida, quien la contestó con otra: -"¿Seria con el Don Manuelito?", a su vez el viejo su–
giriór -"aNo sería con Leoncio?'''.
Y la Plácida, encendida ,de nuevo excla– mó: -"Crés vos que ,fuera tan capaz, la gran bruta".
EL CUENTO COSTARRICEl\ISE
MANUEL DE Lll CRUZ GONZllLEZ
A Víctor Gulllén
fraternalmente
una espuma sucia y quebradiza, espuma zig– zagueante como una rúbrica de muerte.
El día estaba declinando
i al menos eso Habíá comenzado a llover el martes por pensó Pedro Vindas. En verdad, la luz flra la madrugada, y el viernes continuaba 110- casi igual desde la mañana hasta la noéhe. viendo todavía. Todo era igual, la luz, el tiempo, el paisllje, El paisaje fodo sucumbía ante la fuerza María su mujer, que sentabll trlls él en U11 del agua, diluido entre el rebotllr brumoso y taburete de cuero crudo, juntos al cuerpo los denso. Hacill lo Illto, en el siiio en que <:le- brllzos y las rodillas apretadas en aétitud hie– berían deslindarse iierrll y cielo, asomaban ráticll, movíll sus apaglldos ojos sobre el telón borrosas las siluetas de los árboles fingiendo de brumlls. '
islotes e~pectrllles que surgierlln del mar de Un trueno retumbó lejano y el aguacero niebla, vertical y espeso, que formaban uni- avivó su obcecado ritmO.
dos cielos y bOscllje. Una estre'pitosa sole- -Oí, Maríll. .. Más agua ..
dad inmensll y aterida lo envolvla iodo. -Más agua -contestó dé:pilmeníe la Pedro Vindas, que mirllba la lluvia acu- mujer con un dejo de letanía.
clillado desde el caidizo del rancho, se seniía Pedro Vindas no la oyó y volviéndose como desprendido del mundo, aislado en su hacia ella repitió elevando el tono de la voz: soledad como si fuese el único habitante de -¿No ois? ¡Más agua! ,-
la tierra. Aun la voz de su mujer o elllanio Pedro Vindas vio a su mujer mover ape-de su hijo pequeño aparecían de pronto co- nas los labios.
mo surgiendo penosamente de oiro mundo y -¡Maldito aguacero!
súbitamente se esfumablln en un como juego Se puso de pie y se dirigió al interior del de pesadillll. El Ilgullcero, 111 corlllr los hilos rllncho ¡ Maria lo siguió lenta y SurniSIl. Pa– de luz que lo atllban a las COSIlS, al confun- seó la mÍrllda por la J?ieza -iodo el rancho dir el mundo de los sonidos, lo retenía en sí no era sino una sola pleza-, buscando. Ra– mismo adhiriéndolo a sus propios pensamien- yó un fósforo para encender la vela. Falló tos. Era una intimidad monótona y cansina, en su int",nto: los fósforos habían recogido
un abandono obsesionante y húmedo. El también la humedad del aire.
mismo agobio que aplastaba la verdura, caía -IEsia carajada no prende! -dijo exas-como una losa sobre su espíritu. perado.
Fijlls y blljlls llls PUpilIlS, Pedro Vindas -Dllme Ilsá, quedlln pocos y no hay que miraba el correr vertiginoso de los caudales, desperdicillrlos ..
que lllmiendo Ilgresivos el empedrado Se llln- Cuidadosamente Maria encendió el fós– zaban frenéticos hllcia la hondanllda. Los foro y luego la vela. La luz plllpitó en la dienies del iorrente iban royendo la nerra. oscuridad con una mueca de 1l1egría ahuyen– De c;uando en cuando un ironco pllsllbll 'f1o- tanda la soledad.
tando, elevando sus muñones en grotescas Mientras su mujer recalentaba la escuá-coniorsiones. lida comida, Pedro Vindas se tendió cae es- . . Delgadas venillas de agua aparecían de paldas en el camón, las manos tras la nuca subltO en el terreno aún secol era terreno con- y la mirada fijll en el techo resonanie. Ma– quistado que pronto se anegabll cubierto de ría le alargó el plllto. Dentro del rancho el
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