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« Previous Page Table of Contents Next Page »iro de las ruinas de nuesfras anfes magní– ficas casas, nos encerrábamos al enfrar la noche. Era de oirse, pues no era aluci–
nación ninguna, ni znucho menos inven–
ios ni mentiras, sino la realidad misma, exacia y verdadera: el meiálico sonid.o de los clarines de guerra iocando a deguello; las voces de mando de los jefes; el lasti– mero ay, de los heridos; el angustioso pe– dimenfo de agua, de los que sufrían la sed de la agonía, los griios de horror que daban, los que caían iraspasados por la bayonefa y lanza de los aiacanfes; deses– perados gritos de mujeres pidiendo auxi– lio, el crepiiar de los incendios y el caer de los edificios. Todo parecía vivir, en esas noches de miedo y de angustias, en las que León parecía que desperiaba el suep.o de sus muerios, y los hacía apare– cer en el silencio de sus calles, represen– tando la iragedia de sus crueles amargu–
ras.
y continuaba la pacienfe abuela. Una noche cOmO a las diez, uno de la familia se enfermó, y mi madre bien acompaña– da y foda lléna de medallas y reliquias, salió a golpear las puerias de una derrui– da casa, en la que había venta de algu– nas medicinas; habrían caminado lo más una cuadra, cuando se oyó por fodos, el estrepitoso ruido de las fueries pisadas de una gran caballería, al mismo :Hempo que se oyeron los desesperados gritos de mi madre y acompañantes, que a todo correr llegaban a la casa, en el preciso momento en que, la caballería fantasma, pasaba frente a nosoiros.
Eran noches de iorn'lenfo real para iodos los leoneses. Todos los que, por cualquier motivo caminaban a la media noche, sobre la calle del "Pochote" en el barrio de Zaragoza, veían en la esquina de las Huembes, ardiendo en rojas y cre– pitanies llamaradas, un árbol de corozo que existía a la orilla de la calle, y que,
al alnanecer, risueñamen±e preseniaba, el
frescor del verde de sus hojas y el exqui– sito aroma de sus flores.
Anécdota de la guerra, relatada por Chico lego.
Se ir"bajaba con inferés por la Junia de Ornafo que presidía el ilusire y hono– rable ciudadano Dr. don José Francisco
Aguilar; en desecar una charca que se ha–
cía en la boca calle o confluencia de la 3'. Avenida Oeste con la 1'. Calle Norie, entre las esquinas Nor-Oes±e del Instituto Nacional, y, las de las casas perienecien– ies hoy éj.' doña Vicioria viuda de Duarte, al que escribe estas líneas y a 10<' herede– ros de don J. Cástula Gurdián.
Salía yo de clase del Primer ap.o, del Instituto, cuando ví, que la gente corría a mirar con asombro el fondo de la exca– vación o zanja que se hacía en el centro de la calle; me acerqué con mis compá– ñeros de clase y con sorpresa vimos el es– queleto casi entero de un cuerpo humano, y a su lado dos charreteras de oficial. c\De quién serán esos restos enterrados en ple– na calle?, se preguntaban iodos los cu–
riosos.
Lleno de emoción entro a la esquina de mis tías, en la que se encontraba en ese momento, el ancianito de 94 años, lla– mado Chico lego, proiegido de una de mis fías, y apodado así, por ser hijo del famo– so Carlos, lego del antiguo Convento de San Francisco.
Inmediatamente, el ancianito Chico lego, se acercó al grupo que contemplaba el esqueleto, y avivándose la casi apaga– da luz de sus ojos, con el brillo de sus años mozo, rodó de inmediato de ellos, un torrente de vivas lágrimas. c\Qué le pasaba al buen viejecito?, era el recuerdo que le traía ese esqueleto, de aquel fu– nesto y negro año de 1824, que ratificaba con el llanto de su sincero y gran dolor.
y nos dice Chico lego, con voz acen· tuada y clara, con recuerdo exacto de los hechos, sin vacilaciones ni dudas: ese ca– dáver, es el de Juan Millón, soldado que guardaba la trinchera, que, estaba levan– tada propiamente en ese lugar.
Ven, nos decía el viejecito del 24, esa casa del Dr. Román Buitrago, (hoy de su heredero el Dr. Ernesto Buitrago), y ésta del Dr. Felipe Ibarra, (hoy de doña Vic– toria v. de Duarte), sólo se hallaban se– paradas cuando esa maldita guerra, por la ?alle y el solar en que se halla ésta es– qUIna de los herederos de don Nicolás Buitrago Benavente, perieneciente enton– ces a una familia Mayorga, y que había sido ya incendiada. Pues bien, la pl.í¡:ne– ra de esas casas, o sea, la del Dr. Román Buitrago, era la única de ese lado que no había sido destruída o incendiada por ha– berla convertido el enemigo en su cuar– fel, ya que habían entrado por el barrio de San Felipe, y, la otra, o sea, la del Dr. Ibarra, era el cuariel de los leorieses; yo que apenas contaba doce años, me le salía escondido a mi tafa de San Francisco y me venía a estar con ellos, que tenían en medio de la calle, en este mismo lugar, una zanja en la que se parapetaban con una trinchera de sacos de arena, piedras y soleras; mas del patio de la casa, hoy de don Mariano Fiallos, un riflero de gran punfeIÍa mataba uno a uno a los que sa– lían de la trinchera.
El Oficial del refén, un Balladares, te– nía órden de romper a bayoneta calada
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