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que la corriente de lava hubiese rebasado el angosto ca– mellón sobre el cual me encontraba, y que entre mí y el volcán de donde fluyera la materia existiera una depre· sión. Es evidente que la sentencia popular y axioma de que el líquido se resiste a subir por las cuestas, no siem· pres se aplica a la lava. La explicación del fenómeno pueda encontrarse tal ve;z: en el hecho de que al enfriarse la superficie de la lava ésta se deshace en fragmentos, foro mándose así muros de contención II ambos lados, por en– tre 105 cuales sigue fluyendo la corriente hasta elevarse muy alto, y que al acrecentarse la pI esión vertical rompe la barrera, esparciéndose lateralmente. O bien que es– tando el valle intermedio llenándose de materia derretida con tal rapidez que no le permitía encontrar inmediata– mente su nivel, es fácil suponer que rebasara el came· Ilón, y que, al fin, dejando de fluir, la materia aculllulada en el valle se desbordase por ambos lados para detenerse después en la forma en que ahora está.

Entre el volcán y yo no había un solo álbol, tan sólo el vasto, negro y áspero páramo de lava. Pod. ío, por tanto, ver claramente el volcán y distinguir el borde des· igual de su antiguo cráter principal. Este último vómito de lava, sin embargo, no parece hllber salido de esa boca, sino de un punto más bajo de la falda. Tiene es" parte una apariencia rojiza y escoriácea, y su cráter, uno de cu· yos lados desportilló la erupciólt, es relativamente peque· ño. Por cierto que en determinados puntos puédense ver otros orificios, respirade/os de pasadas erupciones. Es patente que en edades pretéritas esos infiernillos apaga·

dos ahora trepidaron en paroxismos eruptivos.

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los cronistas de la Conquista tuvieron mucho que decir de este volcán, al que llamaron "El Infierno ele Mil'

saya". Su última erupción, la que formó el páramo de

lava que acabo de describir, ocurrió en ] 670. No se co– noce hasta hoy ningún relato detallado del suceso, aunque debe suponerse fuera anotado por uno dc los tantos clé· rigos del país cuyas crónicas existen en los archivos que la Iglesia Católica Romana tiene en España y on Italia. Desde esa última convulsión, el volcán yace apaga– do. En 1840 estuvo a verlo Mr. John l Stephens, quien no le encontró ningún indicio de actividad. Mas no de– bemos olvidar que en la época del Descubrimiento se le consideraba una de [as más grandes lnlllavillils del Nuevo Mundo.

A las once, cuando salimos de Managua para Masa– ya, se cerró un poco el cielo pero no lleg6 a lleVGr; hici· mos a paso rápido las treinta y seis millas que faltaban Nos e/etuvimos otra vez un rato en el "malpais" elel vol– cán para mirar ese páramo ancho y desoladQ, doblemente negro y desolado bajo el cielo encapotado. Y de nuevo nos demoramos en las c¡)lIadas calles del lindo y arbolado Nindirí, nacido del lago y la montaña, y ti las cuatro de la tarde entramos en los anabales de MasaYll.

Llevaba yo una carta para un caballero. cuyo noml:lI e,

por razones que expondré más adelante, queclará en el anonimato, y por cuya residencia pregunté. Para llegar a su casa cruzamos la plaza; tenía entonces un aspaeta completamente diferente al del otlO día. Las tiendas es· taban abiertas y lucían un despliegue de géneros abiga– rrados. Grupos de mozos con mulllS cargadas se apiña– ban por doquier, y mujeres con canastas de golosinas pa·

saban entre ellos caminando con aire de granaderos. De la parroquia salía en ese momento una pequeña procesión guiada por un muchacho que tocaba una campanilla, al que seguían un05 músicos y un sacerdote con el Viático para un mol'ibundo. El barullo de las voces se apagó un instante. Todo el mundo se quitó el sombrero y todos también se arrodillaron al paso de [a comitiva portadora del consuelo y el perdón para el que estaba ya "in extre. mis"; un momento después el afanoso trajín resurgía en la plaza como si nada hubiese ocurrido.

La casa a donde íbamos recomendados era muy bue. na G inmediatamente enlramos en el pal;o. Sentada en el corredor hallábase una señora blanca y gorda y no sin ciertos rasgos de belleza. Nos invit6 a desmontar, lo que hicimos en seguida, y le entregué la carta de presenta. ciÓn. Miró el nombre del sohre y dijo que ela para su marido, quien se enconft'aba ausente; agregó que se la daría a su ragreso. Le pedí que la leyera, pero ¡qué mu. jer tan singular! afirmó que no acostumbraba leer la COa

rrespondencia de su esposo. Sin embalgo, demostró te. ne. alguna de las cualidades de su sexo al guardarse la carta en el hucheo Quizá tuviera el d011, como cierlas dilmas de mi país, de averiguar el contenido mediante un procedimiento mágico de absorción magnética. Nada agradable· era sentarse a esperar en el COI redor; no ha·

bíamos llegado en son de visita, sino a pasar allí la noche y todo el día siguiente, nsí que después de esperar en balde un rato a que se nos ofreciera alojamiento, ordené a Ben desensillar las bestias y poner el equipilje en el COa

nedor. La señora pareció extrañarse un poco pero no dijo nada. Aquello se hacía ya embarazoso, por lo que sugerí a M. ir a echar un vistazo a la laguna mientras lIe· gilba nueslro esperado anfitrión.

El I'lÍmer hombre que encontramos en la calle resul. tó ser uno de aquellos alcaldes que tan solícitamente qui· sieron echar él vuelo las campanas cuando seis meses atrás pasamos por allí. Se nos ofreció en el acto a acom· pañarnos a ver la la~9una marchando a la cabeza con tao lante de pomposa autoridad ~olpeando el suelo a cada paso con su bastón de puño de oro como si estuviese en un palacio real, y con un énfasis tal que infundía terror a los Inuchachos de una cu adl a a la redonda. De vez en cuando paraba a enseñalnos o a explicalilos algo de in– terés. Esa casa -nos dijo, por ejemplo- cuyas puertas y ventanas veíanse acribilladas a tíros, fue el cuarlel ge· nel;:1 de los facciosos durante los últimos disturbios. El prefeclo de la ciudad, al enterarse de que allí era el punto cle reuni6n de aquéllos, sigilosamente la rodeó con sus

soldados, y los conspiradores sólo se dieron cuenta del peligro C1J21ndo una descarga de cien tiros "aííó las puer· tas y ventélnas dé su escondrijo; siguió a ello una carga a la bayoneta, método que me parece de eficacia decisiva eil cualquier pais, La otra casa, aqueila que está ahora

ell ruinas V cubiert" toda de hiedra, fue tle un hombre que asesin6 a un sacerdote; el obispo maldijo el lugar y

lo cercalon con una palizada para c¡ue ni los puercos va· gabundos violaran la prohibición de pisar ese maldito suelo. ¡Ahl, esos radiantes· gajos como entorchlldos de oro, agregó, son el ~orozo de la palma de coyol, yesOS enormes cascarones ahuecados y casi tan grandes COlnO

Ulla canoa, eS05, dijo, son las vainas dentro de las cuales maduró la Elor hasta revenlar. Y así continuó nuestlo cicerone llevándonos él lo largo de una ancha avenida

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