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« Previous Page Table of Contents Next Page »pasar en torno a ella, nadie lo hace debido quid ,0
que desde antes de la Conquista ya lo indios pasaba~;pl;).r allí,
y as¡'continúan usando ahora ese mismo camino, sin sllber por qué. Sin embargo, S8 ha hecho más fácil su paso gracias a una profunda hondonada o al desgaste de la suave rOca arenosa que se hunde ya unos cuarenta o cin· cuenta pies, muy parecida a los cortes hechos en nueslras lineas férreas. A un lado, en un pequeño nicho, vi una crucecila festoneada de flores ya mustias. Pasando este desfiladero, el camino vuelve a ser ancho y parejo, y so– bre su camada cascajosa proseguimos rápidamente hasta llegar a Nindirí.
APOSTROFE A NINDIRI
¡Nindirí.. .1 ¡Cómo describirte, lindo Nindirí, anida– do bajo la fragante techumbre del elerno verdor de árbo– les tropicales que entrelazan su ramaje sobre tus pulidas alllmedas para tejer cúpulas verdes sobre las sencillas vi– viendas de tus pacíficos moradores! ¡Tu nombre musical que te dieran tanto tiempo ha, quizá c~andQ Roma era aún joven, no ha perdido nada de su melodía: NINDI, agua, DIRIA, montaña, nos dice todavía en una lengua arcaica
y casi olvidada ya, que dormitarías ahora, como antaño, entre el agua y la montaña .• .! De entre todos los (!ncan· tadores paisajes de serena belleza en que el ojo del via– jero se ha extasiado, o que la fantasía ha pintado con su lápi:z irisado, ninguno puede igualarse a U, lindísimo Nin– dirí, escogido por las hadas de las montañas y las ninfas de los b~sques y las sílfides de los lagos y Iils náyades de las fuentes. iNindirí!
Este pueblecito indígena sobrepasa en mucho -en cuanto a belleza pinloresca- a todo cuanlo hemos visto hasta ahora. Naranjos, chagüites, marañones, jocotes, nísperos, mameyes y altos cocoteros, lucen entre el folla. je los fonos ocres y dOlados de sus frulos, y los jícaros tienden sus ramas cundidas de globos esmeralda que em– parran las chozas de sus sencillos y laboriosos moradores. Las indias, sentadas bajo los árboles de los patios, desnu– das hasta la cintura, hilan sus nlveos copos de algodón o sus moños de cabuya mientras sus desnudos y l3uJljciosos chiquillos retozan dando tumbos en el limpio iluelo api– sonado, donde trémulas y variantes' filigralla5 de sol bai–
lotean al mecer la brisa, con sus dedos invisibles, las ramas de los árboles. iSosegado y primitivo Nindirí, sede de legendarios caciques y de barbáricas cortes! Sosegado aún hoy día en medio del estrépito de las ciu· dades y del atropellamiento y de la lucha de millares de seres humanos; primitivo entre la codicia usurpadora y la insistente penuria, entre la redomada hipocresía y los ru– dos modales, en esta época en que la virtud es tímida y
el vicio es procaz, y en que el agua y el fuego y hasta los mismos rayos del sol son esclavos de la voluntad del hom· breo ¡Vuela hacia lí mi recuerdo como hacia una dulce nDctívaga ensoñación ¡oh Nindirí!, Arcadia de ensueño, pueblecito hijo de la fantasía, pueblecito casi irreal...!
SlE5TA Y REfRIGERIO
Cruzamos calles sombreadas y cercadas de piñuelas hasta desembocar en una espaciosa plaza, en cuyo centro Se levanta. una iglesia de exquisito arcaísmo. A su som– bra Unas vacas de lucio pelaje rumiaban cogitativamente; a duras penas abrieron sus ojos mansos para vernos pa-
sar. Bajo 105 frondosos árboles de un costado de la pla– za divisamos nuestras carretas y los mozos que disfruta· ban de su siesla inmemorial. Tenían colocados los chuzos en pabellón y 109 caballos apersogados a las ca– rretas; formaban un folklórico grupo al que daban realce las figuras de los lanceros, rEicoslados en posiciones tales que erlll1, a cual más, la más genuina imagen del reposo. No tardamos en juntarnos a ellos. El oficial que los man– daba, anticipándose a nuestra llegada, lenía listas dos o tres porongas de "algo fresco"; era una rica mixtura de agua de coco con jugo de marañón, deliciosa y refrescan·
t(l, a la que rendimos pleitesía en dilatadas ingurgitado.
nés,sln olvidarnos de dar las "mil gracias" y los corres– pbhdientes "medios" a una indita de reír cascabelero que
en blanquísimos huacales diera de beber a los sedientos forasteros.
LA "PIEDRA QUEMADA"
Quedaba ya atrás la única parte del camino en que se suponía merodeaban salteadores, y aunque el jefe de la escolta insistía en seguir con las carretas, no creí fuese ello necesario y decidimos que se volviese. En seguida montamOs de nuevo, y lo último que vimos de ese nues– tro amigo militar fueron las relucientes lanzas de sus hom. bres con sus flamanles grímpolas rojas, a galope tendido por las calles de Nindirí.
Salimos del pueblo para entrar en la selva y comen– zar a ascender por una de las laderas o estribaciones del volcán de Masaya. Brechas oportunas abiertas entre el follaje nos permitían entréver la laguna, la llanura y la montaí1a, todas más grandes y más bellas aun que las contempladas esa misma mañana desde aquella loma del camino a Masaya. Cruza el camino sobre un viejísimo campo de lava y piedra pómez suelta, entapizado ya por suelo fértil y pomposa selva. Pero una legua más ade· lante llegamos a lo que llaman "malpais". Es esto 1.111
enfurruñado piélago de lava negra vomitada por el Ma· saya el1 su última erupción sobre una superficie de quinte o veinte millas, en derechura a la laguna. Atravesamos el piélago por un camino que corre sobre la cima de un camell6n que cruza transvelsalmente la torrjente de leva por su parte angosta, pero la lava se explaya bastante le– jos !'lar ambos lados del camellón. Parece este páramo una vasta sabana de hierro colado, recién enftiado, negro y proscrito. A trechos se encabrita en masas encrespa–
dllS; en partes es algo así como montones de ojaldres o de hojuelas. Un borrascoso mar de tinta petri~icado de pronto -si es que la imaginación del lector puede figu· rárselo así- es el mejor símil que se me ocurre en éste instante. Aquí y allá graneles y ásperas masas de cin– cuenta y cien pies cuadrados quedaron volcadas de revés por las marejadas lávicas que durante la erupción recudie– fon por debajo; ahora muestran en su superficie largos fruncidos, como la rizada corteza del arce o de la encina. Bajé del caballo y anduve sobre los crugientes fragmen– tos, pero no pude ir muy lejos: las puntas y las aristas afiladas como cuchillos me destro%aban los zapatos. En
ciertó lugl!lr noté que las corrientes de lava semifría se enroscaron, capa sobre capa, el un enorme árbol del que después, al quemarse y desintegrarse, quedó un molde perfecto de su tronco y ramas principales, y en forma tan exacta que aun puede distinguirse la rugosidad de su corteza. Pero lo que más me sorprendió fue el caso de
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