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FUNDADAS EN NICARAGUA DURANTE El SIGLO XVII

caRLOS MOLINa ARGtmLLO

LA FUNDACIONES INDIANAS

Ctlmo era natural, las fundaciones tle pueblos efec– tuadas por los españoles en Indiils respondieron con fide– lidad en espíritu y forma a sus antecedentes castellanos. En términos generales puede decirse que existieron, a lo largo de los tres siglos de la dominación española, dos tipos de fundaciones perfectamente diferenciados y corres– pondientes a dos etapas claramente definidas (1). El uno fue de expansión, inmediato a la conquista de la tierra, y el otro de concentración, más propio de 105 años posterio– res, éuando se llega a la estabilización y da comienzo la regulaciÓn de la vida indiana en toclos sus órdenes En el momento inicial, una vez obtenida la sumisión de 105 indígenas, el conquistador español utilizó la pobla" ción a manera de instrumento posesodo; poblaba con vista a ocupar, en primer lugar, para su Rey y Señor, y. en se· gundo, para sí. La población simbolixaba el dominio de Su Majestad en la nueva tierra; pero también servía en lo pElrsonal de título al conquistador para hacerse méritos ante la Corona y recibir ele ella las mercedes a que se creía acreedor, y, no pocas veces, para asegurarse ante las posi– bles usurpaciones de sus rivales, los otros conquistadores En el orden jurídico indiano se lIe9ó a hacer sensible una triple fase en la obtención del dominio: DESCUBRIMIEN· TO, CONQUISTA O PACIFICACION y POBLACION, o sea, los actos de invención, consentimiento y ocupación, que lo hacían perfecto.

Pero, fundamentalmente, la población de las nuevas tierras traía unido el sentido de la organización El con– quistador, hombre medieval por esencia, buscó con la po. blación que levantaba a su paso un centro propicio y bastante para su integral desarrollo. Tendríá con la población, para su ordenación temporal, el fundamento de su vida política constituído por el municipio, y el medio para aleanxar la salvaci6n eterna, al erigir su iglesia. Un

p~q~eño orbe, pero lo bastante para la satisfacción y cum. pllmlento de sus más elevados fines La población tuvo en Indias un acendrado sentido espiritualista. En ella se trascendió de lo estrictamente urbano. La poblaci6n no era un simple enfilamiento de viviendas, sino una orde.

n~ción de CASAS POBLADAS, de ~amilias; un avecinda– mIento en orden a cubrir las necesidades superiores del hombre. Por eso no deja de extrañar a la mente de hoy jue

se hablase en alguna ocasión de haber levantado ciu-ades cuando toclo lo que se había hecho era consi~nar en Un acta notarial la presencia y ánimo de 105 futur~s veci. nos, la erección de sus autoridades y el plantamiento de Una cruz, a manerlf de altar, para la celebración de la San-

ta Misa. En muchos casos lo que existió fue tan sólo una voluntad, un deseo manifestado de convivencia, canalin– do éste a través de las formas de derecho propias de una cultura en que los valores del espíritu aparecían en primer plano Sobre la obra de mampostería y teja, o en oca· siones de solo caña y paja, se elevó el aliento vivificador de una organización que era simiente para germinar y ramificar en dimensiones de universalidad.

El español, pues, llegó a las Indias, venció o conven– ció e hizo asiento levantando sus pueblos, villas o ciuda· eles. Pero, a su llegada, en las nuevas tierras preexistía una situación que le haría plalltearse en lo sucesivo un régimen de convivencia. Halló un elemento inellgena que, en formas más o menos all!elafltatlas, o más o menos rudimentarias, habitaba a lo anc:ho de aquellas costas, va– lles o sierras, cuando no se ocultaba en 105 montes en el estado más puro ele primitivismo. Por lo general, a la lle– gada del español, la aran masa indígena que había al– canzado un cierto Rrado de vida comunal vivía en "puoblos"; en los ce~tros de más floreciente cultura, en "ciudades", que a fin de cuentas vinieron a ser sólo dos, México y el Cuxco. De éstas el poblador hispano aproo vech6 105 viejos cimientos; mas, en lo restante; ,,":6 sus nuevas poblaciones al lado de los "pueblos" indígenas más conspicuos.

El pueblo indígena, en la forma de milyor perfección que llegó a alcanzar en los años que siguieron a la con– quista y con la que en muchos aparece y llega al presente, fue absolutamente una creación hispánica. No es nada aventurado decir que a la llegada de los españoles, en las Indias se careefa de pueblos y ciudades en su casi total extensión. Si no es que inflaba interesadamente sus in· formaciones, lo que llegó a tenerse aún por el mismo conquistador como ciudades o pueblos indígenas, estuvo muy lejos de lo que en rigor era para su concepción de los tales las "ciudades", las más suntuosas que se "alia– ron, no eran olra cosa que lo que se pudiera llamar "ciu· dades sagradas", agrupaciones monumentales form..das por templos, altares, palacios o fortalezas. Los "pueblos", numerosas choxas esparcidas en dilatadas áreas; a vec:es dos, y hasta una, la casa del cacique sol~mente, con su súbditos o sujetos viviendo lejos de la suya entre la mono taña. "A una parentela de padres e hijos o nietos llaman un pueblo", le oiríamos decir a Juan Dávila sobre ciertas conquistas de Costa Rica. En pequeñas e imprecisas agrupaciones solían haber varios caciques y tenerse por pueblos tantos como de esos jefes habían (2). AI90 así como lo quo ya con otra manéra de ver se pudo llamar más tarde con el expresivo nombre de "rancherías".

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