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« Previous Page Table of Contents Next Page »«o apenas salido de los cuentos de had~, tal desenlace me produda un efecto deprimente: no me gustaba que esas divinas reinas resultaran criadas. Me pareda un cuento de hadas al revés, precisamente lo contrario de la Cenicienta.
Los grandes hoteles americanos lo deslumbraban: eran más elegantes -a la palabra "elegante" le daba un sentido mágico- que todos los palacios de Europa juri– tos; y en cuanto a cómodos, nada en el mundo se les po· dla comparar. El "confort", como todos sabian, era un invento americano que no existía en ninguna otra parte. Fuera de los límites de los Estados Unidos, no se encon, traban más que hoteluchos malolientes, infestados dé chinches. Todo brilla, todo reluce, en cambio, en los ho· teles americanos, no hay ni una brisna de basura por nin– gún lado; un ejército de muchachos uniformados los mantiene como una patena. Las toallas, renovadas tres veces al día; la ro,pa de cama, toda de lino, diario. ¿Y qué desea uno que no lo obtenga inmediatamente desde su cuarto? ¿Quiere mandar un ramo de floros a una ami· ga? ¿Beber whiskey con soda, tomar una medicina, leer el periódico, saber la hora, llamar un detective, pedir un taxi? Lo que uno quiera: no hay más que tomar el telé· fono que está junto a la cabecera de la cama. Horas, días enteros, monologaba en ese tono sobre las comodidades, las facilidades, la pasmosa eficiencia, la riqueza, el pode– río y la civilizaci6n sin par de los Estados Unidos. Hoy se me hace difícil comprender que haya existido una per– sona tan desprovista del sentido de proporción. ¿Arqui– tectura? -preguntaba. ¿Había acaso imbéciles que se atrevieran a discutir la arquitectura americana? Los ban· cos americanos eran exactas reproducciones del Parten6n
y en las ciudades grandes y pequeñas de los Estados Uni· dos se encuentran todos los estilos del mundo. ¿Conocen el China Town de San Francisco? ¿Han visto las pagodas de Filadelfia? ¿Han visitado las residencias de Park Avenue? En las terrazas de los rascacielos hay palacetes más primorosos que los más célebres del Renacimiento. Aunque escribia en un estilo vigoroso y claro -"elegan– te", como él c;liría- estaba lejos de ser artista, y su igno– rancia, me parece ahora, resultaba tan grande como su aplomo. Entiendo que ignoraba lo que era arquitectura, careda de auténtica sensibilidad poética, no tenía ningu– na cultura musical, nada sabía de pintura y sospecho que interiormente despreciaba las attes. Algo había leido de literatura inglesa, pues solía citar trozos de Shakespeare '-Cosa corriente, como ya dije, entre los granadinos de su generai:i6n- y comentar con familiaridad sus dramas principales. Alguna vez, algo más tarde, le oi expresarse con entusiasmo acerca de Carlyle, cuyo Sartor Resartus ponla por las nubes, pero la abundancia y la rigidez de sus prejuicios lo incapacitaban como crítico literario. De· cía que la literatura norteamericana, si bien se hallaba apenas en sus comienzos, estaba ya a mil codos por en· cima de la de América Latina. Frecuentemente se referla a Daniel Webster, a Canning, al Reverendo Henry Ward Beecher y a Harriet Beécher Stowe, poniéndolos a todos por Igual y a la par de Emerson, de quien hablaba con mucho menos entusiasmo que de Webster. Años después, cuando yo estaba en los Estados Unidos, sostuvo una po– lémica con un amigo y cornpafiero mio que había dicho de aquel pals, en un peri6dico ~e Managua, que m's o
menos era un pueblo b'rbaro sin escritores ni poetas real· mente universales, ya no digamos compar..bles 8 los europeos, pero ni siquieta a los de la América Latina. Mi amigo era muy joven todavía, y aún no estaba enterado de cual habla sido la auténtica literatura norteamericana del Siglo XIX, ni de la profunda revolución literaria de nuestro tiempo en los Estados Unidos, que tanta influen· cia y f'esonancia tendrían en el mundo moderno. Creo que su opini6n se la había formado en París, poco tiempo después de pasada la primera Guerra Mundial, pues asl se ¡pensaba por entonces en Francia y, por lo mismo, en el r~sto de Europa, no sólo entre el gran público lector de libros, sino también entre la mayoría de los escritores y críticos literarios. Si mi memoria no me engaña, la principal autoridad aducida por mi amigo en aquella polé– mica, fue la del novelista Paul Bourget en su libro "Outre-Mere", ya bastante inactual en esos mismos dlas. El viejo polemista granadino pudo haber obtenido una "cil victoria sobre su joven contrincante, y aprovechar la oportunidad para darles a conocer a sus lectores lo real· mente valioso de la literatura norteamericana. Yo, por lo menos, le dí el triunfo a mi amigo, aunque sabía, es cia· ro, que la raz6n era del escritor americanista, quien no había sabido defenderla. Este ech6 mano de todos sus conocimientos y consult6, supongo algunos viejos libros
y manuales p.. ra hacer sus artículos. Aparecieron, como era de esperarse, los Clásicos Standard -Tite Standard Classics- de la Nueva Inglaterra: William Cullen Bryant, Longfellow, claro, con máximos honores; Whittier y Lowell y el doctor Holmes. Su único punto fuerte fue, por supuesto, Poe, aunque tampoco supo sacarle toda la ventaja. El primer nombre en su Cuadro de Honor de la novela fue, según creo, el de la autora de La Cabaña del Tlo .Tom. Si hizo mención de Hawthorne, que no recuer– do, no le dio la importancia que tiene, pues de habérsela dado no se me habría pasado por alto y lo recordarla. De todos modos es indudable que él no había leído nin· guna de sus novelas. Por lo demás, sospecho que no leía entonces más que artículos de revistas y diarios, aunque en su juventud es probable que hubiera leído algo de los filósofos de la Ilustración y, en general, de los escri· tares y poetas ingleses, franceses y españoles de los siglos XVIII y XIX que gozaban de prestigio en el clrculo granadino de los Guzmanes al que debía su formaci6n. Con la idea que yo conservo de su mentalidad y su carác· ter, mi opinión es que desdeñaba la novela como género literario, y en la práctica, no le gustaba leer novelas, nI tenía .paciencia para leerlas. Tampoco puedo asegura' que el viejo polemista haya sacado a relucir al que en. tonces llamaban en los Estados Unidos, jugando con su nombre, pero también honrando sus años y sus méritos, Decano de las Letras Americanas, William Dean Howells. Claro está, sin embargo, que se hizo lenguas de Mark Twain, exaltándolo como gran humorista, aunque no co· mo autor de Huckleberry Finn. Ni una palabra, en cam. bio, sobre Melville, ni sobre Henry James, por n. pasarnos de la raya del siglo pasado, no obstante que l. polémica tuvo lugar, si la memoria no me falla, en 1926
ó 27, precisamente en vísperas de que la poesía norte. americana empezara a ejercer una influencia decisiva en la nicaragüense. S610 muy de pasada, como si fuera a pesar suyo, el defensor de la cultura "americana", se re. firi6 a Walt Whitman. Todo me hace pensar que no era
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