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era mucha, y dada la explicación, seguía im– periérrita en su velada a pesar de que decían que allí asus~aban y de la oscuridad profun– da que llegaba a tal grado, que parecía que la misma obscuridad tenía miedo a su seno de talchocbte; Y por último, siempre que volvía para Arriba, tomaba el camino a las cuatro de la tarde para lograr la fresca y poder os– curiar sin peligro, pretextos al parecer muy naturales, pues en Tepetate hacía noche para seguir el viaje en la madrugada; pero de las pesquisas resultó que procedía de muy distin– ta manera según lo reveló en una buchoniada un conierráneo suyo.

Esia pariida vespertina fue la que sem– bró las dudas y arr<;ligó la desconfianza, por– que un tal Zenón Treminio, vecino comarcano de Teustepe, muy conocido de los terratenien– tes granadinos, remachó el clavo de los deci– res al asegurar que la encontró viajando en plena noche la tarde de una de sus salidas de Granada, con un enorme motete en la ca– beza y tres sacos de bramante bien panzones de irastos y chitosas de media vida, a un tro– te más que regular; que no podía ser nunca galope de una anciana como ella con una carga más que suficiente, decía Trerninio, pa– ra reventar y tullir a tres machos y cansar

y desvencijar a seis caballos cargueros; cogida en la mentira, pues no era cierio que nocha– ba en la c;:onocida finca de la ronda, quedó a descubierto uno de sus disimulos que más la comprometían, porque casi comprobaba, se– gún los observadores pesquisantes, la opinión de los cusirisneños, quienes afirmaban que La Sinesia regresaba siempre en la carretanagua a la que El Malo uncía un par de cadejos ne– gros al anochecer del día en que la necesitaba

y la conducía de un solo tirón a su morada antes de que el Nistayolero despuntara, pues, calculaban ellos, que no había un solo ser hu– mano, y menos una india de la edad de la Mama Necha, que aparentaba ochenta años y que realmente quién sabe cuantas centurias f19nía encima, que pudiera soportar semejan– te carga desde Granada hasta dos leguas ade– lante de La Joya, o lo que es lo mismo, una troteada de treinta y seis leguas y su ipegüe,

p,~r lo que la mayoría, ante tal argumenia– Clon, que de tanto oirla resultaba antigua, y oído por agregado lo que Zenón había visto, no pusieron en duda de que la jincha manso– ta tuviera pacio con El Coludo. A pesar de to– d,o lo dicho y el comentario sobre la resisien– Cla de esta carguera misteriosa, no todos sus conocidos llegaron a acepiar lo de que el Dia– blo. era quien la transporiaba de Abajo para Arnba en. el infernal é invisible carromato que el vulgo llama carretanagua y del cual sólo se percibe el terrible perén pempén de sus ruedas chirriadoras, y en donde en cuanto en– traba a él La Sinesia se dormía, para irse a despedar a su casa; feliz cusirisneña ésta que por lo visto fue una fuerana dichosoia que voló :má.s que anduvo sobre los desguindade– ros patnos con una rapidez que el automóvil

todavía no ha podido llegar a superar, al co– rrer por esas trochas llamadas pomposamen– te carreteras.

.A sus oídos de natucha avispada y nada ionta, que por más que pujara y cabeceara para contestar, no era chiche ni chocha, llega– ron los comeniarios de sus amigos abajeños, contados por una beata amiga suya de La Suliana en su último paseo anual, y entonces resolvió visitarlos una vez cada tres años y

se agachó en los intermedios por completo a sus quehaceres demoníacos de Cusirisna.

En el caserío se dedicaba La Sinesia a husmear y estar al tanto de la hora de la par– tida de los' que fenecían y cingleaban hacia la otra vida, tan luego boqueaban para los ce– rros de Musún o Mombacho, lugares ésfos en los cuales se radican los que mueren, según la creencia aborigen; cuando alguno había salido para iales tierras, por la noche se irans– formaba en Coyota y se trasladaba al cam– posanto en que lo sepul±aban, desenterraba al pobre muerío y allí no masita a la vera de la sepuliura hacía una enorme fogata sobre la cual colocaba un viejo caldero de hierro que una vez le obsequiaron en Granada cuan– do no i;nspiraba desconfianza y se ponía a freír el c;:uerpo tuqueado del fallecido; la :man– teca la dejaba en el recipiente, comía algo de los chicharrones, empaquetaba un poco en hojas de guásimo de molenillo para llevar a su vivienda; el resto del cacasie lo volvía a enterrar y cuando se desocupaba de aquel oficio macabro se aparecían dos enormes pe– rros negros que le ayudaban a conducir el caldero a su casucha en donde enlataba la maníeca y la mandaba a vender al amane– cer con una muchachonga que nadie conocía, y que por más que andaba de un lado al otro expendiendo su mercancía humana no trabó amistad nunca con nadie, a pesar de que pa– ra acabar brevemente su venta se iba a La Rejoya, a San Lencho, a Boaco y diez case– ríos más en donde la ventera no era conocida, por lo que los vecinos llegaron a suponer que era el alma de alguna condenada que Saia– nás le prestaba para que le ayudara en sus maldades.

Los vecinos veían la hogalera, sabían de que se trataba, pero el pánico y el horror que la bruja les trasmitía eran tan grandes, que nunca hacían ningún esfUerzo por quitar de sus garras el cadáver que freía; sin embargo, al siguienie día, echaban a rodar la especie, entablaban comentarios a grandes voces pa– ra que la comemueríos oyera y juraban y re– juraban que un día de tanios la cocerían a garrote limpio; la aludida se sentaba en la puería del patio de su casa, melenqueaba tranquilamente y se sonreía sin 'Volver a ver a los que la amenazaban desde lejos como diciéndoles ~

-Atrévanse y a iodos los voy a freír co–

mo al de anoche que ya pasó entre pecho

y espalda.

Cuando no había difuntos que adobar La

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