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las asaznbleas legislativas, donde se conferencia sobre las leyes en los tribunales de jusficia donde se exazni– nan los ~ontratos y reatos de los vecinos. Por donde se ve la extensión y dozninio de la "elocuencia", pues abraza desde las conversaciones doznésticas y fazni– liares hasta los discursos populares y legislativos. Sieznpre que alguno haya de hablar a oiros, sea de la znanera que fuere, con el fin de que le entiendan, le crean y le sigan, necesüa de "elocuencia".

Unos la tienen natural, sin regla ninguna, por un znero favor de la naturaleza, pero la han adelantado con la reflexión, poniendo cuidado en lo que ellos mismos hablan, y notando en su propio interior que en tal ocasión hablaron bien y en aira hablaron znal, y poniendo cuidado en el modo de hablar de airas que se explican con claridad, naturalidad-, riqueza, ornato y gracia, de modo que deleitan a sus oyentes: este deleite es el mismo grado de refinamiento del aríe, y no es concedido sino tal vez a una persona en cada siglo. Así como poniendo cuidado se perfeccio– na la elocuencia natural, también poniendo cuidado se adquiere alguna artificial cuando no la dió la na– turaleza. Una persona que no puede hallar ni pensa– miento ni palabras para producirse, y halla todos los asuntos estériles y secos, podrá con el irato de perso– nas instruídas y libros bien escritos, y asistiendo a oír buenos discursos en las asambleas y tribunales de justicia, adquirir una facilidad regular de explicarse, que le baste para el uso común en la vida civil.

'El efecto constitucional de la elocuencia, el prizn~_

mitivo y fundaznental de hablar, es que 10"5 otros e~­

tiendan lo que se habla, lo crean y lo hagan. Si no ~o

entienden, mal podrán creerlo y menos hacerlo, y en tal caso es perdido el tiempo de hablar. Y no eS su– ficiente disculpa decir que los que oyen no tienen su– ficiente instrucción, ni habilidad, ni conocimiento de la materia, pues el que se pone a hablarles y quiere que hagan lo que les propone, debe pensar mucho, cómo les entrará, qué palabras empleará, qué dispo– sición dará a sus razones para que las entiendan y las crean. En las juntas populares de las repúblicas antiguas, donde se principió el arte de hablar, los que concurrían a ellas eran una znultitud de gente campe– sina, que no tenía otra instrucción que el instinto de su propio bien, que el amor de sus hijos y familias, que un temor de seres invisibles que adoraban. Los jueces que componían sus tribunales de justicia y juz– gados de primera instancia, eran hombres llanos, sin civilización ni leclura, que sólo tenían el acto de la igualdad que llamaban "justicia", de suerte que al parecer no tenían sensibilidad para dejarse llevar por la elocuencia. Pero por lo znismo, los que querían hablarles, necesitaban de más sagacidad y estudio.

Si se aiíende a que el fin del hablar es que los otros entiendan, se hallará que todas las reglas que hay dacla's y que coznponen el arte de la Retórica, na– cen de' sólo este fin. Pues habiéndose notado que na– die' entiende sino lo que se le ptopone con claridad, se dió por regla que se hable claro. Notándose que nadie entiende lo que le dicen, si está pensando en otra cosa, se dió por regla que eS necesario hacerlo atento, y para hacerlo atento se buscaron fodos los ar– bitrios que la experiencia ha ido mostrando: primero la claridad, la conveniencia, el interés, el amor, el te– mor, la alabanza, la curiosidad. Notándose que nadie entiende si oye con fastidio, se dió por regla que se evite el cansancio, que se prometa brevedad, facilidad y oiros auxilios. Notándose que todo oyente es mali– cioso y feme que le engañen, se dió por regla que' se hable con sencillez y llaneza sin dar sospecha de ar– tificio, ni designio premeditado, con palabras popu– lares que parezcan no buscadas: algunos han pasado hasta cozneter algunas faltas de gramática, y repeti– ciones reiteradas, cosa que no debe practicarse. No– tándose que todo oyente lleva en su corazón el instin– ±o secreto de la igualdad que no le consiente recono– cer superior en ningún género, se dió por regla que el que habla no de indicio de saber más que sus oyentes,

de poder más, de valer más, sino al contrario de ser. les inferior, y cozno al propio Hempo se advirtió que si el que habla es oído con desprecio no será enten_ dido, se dió por regla que aunque se haga inferior sea conservando su lugar, guardando el "decoro".

dice de Demóstenes que nunca en sus oraciones dijo un "yo", nunca habló en primera persona, sino siem– pre impersonalznente por evitar el egoísmo.

Una cosa particular hay en materia de elocuencia, y es que los que la poseen la ocultan cuanfo pueden. No la dan a conocer, y parece que hablan sin poner cuidado en ello. Cicerón era elocuente, y quizá el único que lo ha sido por naturaleza y por arte, y Con todo, los que vivían en su tieznpo y lo trataban, no echaban de ver que lo fuese. Sólo lo conocían los que querían hablar cozno él, y al hacer la prueba halla!:lan la imposibilidad. Hasta después que fueron viendo que siempre persuadía y que cambiaba las volunta– des con sólo la fuerza de sus palabras, conocieron el talento con que las manejaba.

Cuando se habla con e~ocuencia, y al propio tiem. po se oculta y parece que no la hay, el oyente recibe placer. Esto consiste en que el oyente cree que el ha–

b~:r entendido procede de su propia capacidad y no

d~l que habla. se coznplace en su propio talento, aun pasa a pensar que ciertas verdades que ve sembradas al descuido son obra suya. Por una razón contraria recibe fastidio y verdadera pena cuando no entiende lo que le dicen, pues entonces Secretamente se huzni– 11a su capacidad. Entre las obras elocuentes que pa– recen no serlo, es una la del Quijoie, tan llana y sen– cilla que no hay quien no la enHenda ni la retenga en la memoria. Es tan natural, qué ha badido perso– nas que creen sencillamente que hubo de verdad Un Don Quijote real y verdadero. Una academia enter~

(la de Troyes en Francia) lo creyó así, y aun envió á

España acadéznicos comisionados que buscasen el se– pulcro del pastor Grisóstomo. Lo refiere Navarrete en lá vida de Cervantes que salió al frente de la edición de Arrieta. Del Quijote se hacen lenguas para alabarlo todos los inteligentes y escritores, y uno le llama "el libro o breviario de todas las naciones y siglos". Pero este gran mérito quizá no e5tá todavía znuy al alcance de los lectores comunes, y no consiste en lo que se

cree sino en otra cosa.

Como se ha visto, la virlúd de la elocuencia está en que el oyente haga lo que le dicen. El amo de una casa que manda hacer una cosa a un doméstico suyo, debe mandarla de modo que la entienda, pues no siendo así, hará otra distinta o ninguna. Si la manda con tono imperioso y con enfado, tampoco la hará y hallará mil pretextos para eludirla. Debe, pues, saber mandarla. En una conversación se nota más palpable– menie el que sabe hablar, el que tiene elocuencia. C1,lenfa las cosas que ha visfo, que ha oído, que han sucedido, aunque sean triviales, por el orden que ellas pasaron, con palabras suyas claras y distintas, sin ponderaciones, sin calor ni interés en persuadir lo que cuenta. Si le replican o dudan, deja hablar hasta el fin, no corla la palabra ni atraviesa a nadie. A todos deja su vez, como debe ser en una reunión de pares, de igualeS. Al fin los afros vendrán a creer lo que dijo, que es el fin último de la elocuencia. Pero si el que habla se produce confusamente. si no Se sujeta al orden de las cosas mismas del tiempo o de las ideas, si se atropella y enreda, interrumpe su ra2:ona– miento y rellena los intervalos con palabras huecas, vagas y casuales, no será entendido ni tampoco creído y despreciarán su conversación. El que escribe una caría sobre cualquier aSunto familiar o serio, tiene que emplear un cierío género de elocuencia adecuado al propósito de conseguir lo que quiere. Ha de hablar con sencillez, sin afectación, es decir, sin fingimiento, con palabras usadas que se entiendan, dará a la car– ta una extensión proporcionada de modo que deje entrever que hay gusto en escribirla, si fuese mUY corta se atribuirá o a orgullo, o a men.osprecio, siendo asi que acaso procedería de falta de ·discurso. Lo que

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