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En el centro del pueblo había un tinglado abierto por todas partes, amén de un boquete en el techo. Como llovió bastante durante la noche, esto nos causó mucha molestia, porque apenas había sitio seco para nuestras camas y el equipaje. Tuve allí el placer de recibir una carta de doña María, traída por uno de los criados de confianza de la familia. Se llamaba Murillo y tenía sangre africana. Era nacido y criado en la casa y se preocupaba en llevar las cargas de los productos de las haciendas de la familia

81 la capital y de lraer el dinero de la venta o las mercaderías europeas que daban a trueque, llevándolas luego a los ex– pendedores al por menor en las diferentes provincias. Con este motivo se le confiaban a menudo grandes sumas de dinero y no pude menos de agradecer altamente a sus amos que me 10 hubiesen enviado para acompañarme, no sólo a la costa, sino también hasta Inglaterra en caso de estimarlo yo necesario. Aquel hombre, que había hecho el viaje muy rápidamente, recorriendo en dos días y a pie las treinta y cinco le– guas, era un va1'onil y buen ejemplar de la casta de indio y negro. Era fuerte, sano y atlético; y habien– do sabido por Don Eugenio su joven amo, la buena reputación de que gozaba, me aproveché con mucho gusto de sus servicios, sobre todo porque el chino iba a dejarnos pronto en el puerto. Murillo estaba en– tendido de que debía. acompañarnos hasta allí; pero al salir de su casa no tenía idea de que probablemen. le fendría que embarcarse. De suerie que le dije:

-Murillo, quiero llevármelo a usted a Inglaterra,

-Sí, señor, me voy (l)-me contestó inmediatamente con una sonrisa muy placentera.

Nada estipulamos sobre salario. En cuanto a la ropa no había nada que hablar, porque sólo traía unos calzoncillos y un par de sandalias.

Tuve el pesar de saber que el dolor y la angustia de doña María por el viaje de su hermano eran tan grandes en realidad como en apariencia. Su delicada constitución no había podido resistir las últimas emociones y estaba en cama desde nuestra salida. Recordé entonces algunas historias qeu oí referir acer– ca de la violencia de los afectos de la señorita. Cuando los españoles peninsulares creyeron necesario huir del país para ponerse en salvo, hace pocos años, su padre se fue a la costa; pero allí le dio la fiebre, tu– vieron que traerlo a la capital en camilla y murió al cabo de quince días. Durante toda su enfermedad, que se había convertido en una especie de tifo, no fue posible impedir que la amable niña estuviese cons– tantemente a su lado. Asistió a su padre moribundo con la mayor abnegación y se abrazó con tal frenesí a su cadáver que fue difícil separarla de él. Como podía temerse, se contagió del mal, pero la sa~varOD

afortunadamente.

A la mañana siguiente salimos para Zacapa, que según pude ver en mi itinerario goza del título hon· roso de ciudad. Esta ciudad a siete leguas de Chimalapán y a medio camino entre la costa y la capital; de modo que puede decirse que es en Guatemala lo que Jalapa en México.

Anfes de llegar a la ciudad tuvimos que descargar todas nuestras mulas y pasar el equipaje en una barca por el río forrencial que seguía corlándonos el camino. Aquel sitio era el paso común y los barque– ros nos llevaron a la otra orilla sirviéndose de pértigas: las bestias las hicieron pasar a nado. En la bar– ca, que podía fener unos quince pies de largo, se acomodaron oh'os pasajeros, entre éstos cuatro mujeres que al llegar al otro lado del río se fueron a unas veinte yardas de donde estábamos para bañarse. Eran muy buenas nadadoras y frataban de sumergirse las unas a las otras, retozando de todos modos en el agua, con la mira evidente de llamarnos la alención sobre su agilidad y sus hazañas. Mis compañeros y asisten– tes se cuidaron tanto de ellas como si hubiesen sido otros tantos patos chapoteando; pero para mí el espec– táculo era tan curioso como nuevo, y, dadas las costumbres del país, muy decente.

Nos alojamos en casa del alcalde, habiendo llegado a la ciudad a las cuatro de la tarde. Mientras preparaban la cena, nos fuimos a pasear pOlO las calles Con los suburbios la población alcanza a 8.000 al· mas. Los víveres y artículos de primera necesidad son muy baratos; iodo hombre tiene su caballo; hay dos iglesias, un cura y un coadjutor; la ciudad está hermosamenle situada a unas treinta y cuatro leguas de Izabal. El alcalde, hombre de alguna instrucción ha~ía estado hablal1do mucho con extranjeros en los últimos tiempos. Era un compañero sumamente jovial y sus ideas de liberalismo eran tan generales co– mo podrían desearlo los más diversos defensores de la emancipaciór.. moral. Me dijo que los señores Wright y Pistock, de eBlice, habían levantado un plano del camino de Izabal a Guatemala hacía próxima– mente un año.

A la mañana sigiuente, antes de parfir, me fuí con don Eugenio a visita·r a un joven español que iba de paso para la capital procedente de la costa, con el objeto de enviar con él cartas a la familia de don Eugenio, noticiándola de haber llegado las que nos trajo nuestro nuevo sirviente. Encontramos a las tres hijas de la casa en que se alojaba sentadas a las seis de la mañana, ante una mesa de cocina, haciendo pa– pellidos (2) o cigarrillos de papel.

(1) En español en el texto. (2) En castellano en el te:xto.

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