This is a SEO version of RC_1968_01_N88. Click here to view full version
« Previous Page Table of Contents Next Page »longa, a presencia de aquellos tres volcanes, su alma respiró las esencias de una nueva vida. "De aquí no hemos de pasar", se han de habel' dicho. De todo ha bia: una llanura florida, aguas que brotaban por todas partes, cielo de azul imposible y volcanes que cobna– ban las bendiciones del panorama. Colinas siempl'e verdes, clima dulcisimo, ambiente como una ánfora de nardos, volcada.
y una tarde, el 22 de noviembre, hoy hace cua· trocientos años, los conquIstadores en ruidoso galope, hicieron su triunfal entrada a aquel lugar paradisiaco. Desplagadas al viento las banderas, atronautes los ai·
res con el ruido de las músicas bélIcas, el piafar im. paciente de los caballos y el centelleo de la luz azul sobre las armaduras, los cascos y los morrIones, se oyó la gl'ave voz de Jorge de Alvarado, Teniente de don Pedro, que clamaba: "Asentá Escribano, que yo por virtud de los poderes tengo de los Gobernadores de su Majes.tad, con acuerdo y parecer de los Alcaldes y
gidors qUe están presentes, asiento y pueblo aquí en este sitio, la Ciudad de Santiago, el cual dicho sitio es término de la Provincia de Guatemala".
Pasal'on catorce años. La ciudad se había impro. visado en pequeña pero bonita Corte. Tres o cuatro iglesias, macisas y elegantes. Varias Casas hechas y derecllas. Vn palacio del Gobernador. Una corte foro mada por quince o veinte mujeres de las, más lindas
y nobles de España. Huertos deliciosos la rodeaban, sembrados de viñedos y olivares. DesUzábanse aquí y allá arroyos de aguas pnrísImas y los opríscos de ga· nado alegraban las llanuras y los montes vecinos. Dios había puesto bastantes tesoros en el mejor de los pa– raisos.
Pero, en esos momentos, la ciudad sentía cernirse sobre su cabeza los aletazos de una catástrofe. Los españoles cuando fundaron la ciudad no sabían una leyenda indígena: que en la cumbre del Volcán de Agua está enterrado el más ilustre de los reyes Ma– ya.quichés, JI~amado Qllcab el Grande y que Quicab había predicho qUe cuando so nación hubiera perecido a manos dpl extranjero, su cadáver la vengaría, El agua del cielo no cesaba. Las calles iban inun– dándose y de repente venía el rugido dél volcán como una manada de leones que se aproximaba y se retira. ba sucesivamente. El Volcán de Agua, de suyo mara· villosamente simétrico, elevándOSe sobre la ciudad no dejaba ver sino sus pies colosales. Todo él estaba en– vuelto en densa bruma. El Volcán de Fuego, con la cabeza descubierta, sé estremecía: a ratos, y escupía gruesas llamas.
Era ellO de Septiembre, dos horas después del anochecer. Todo el mundo se disponía il irse a la ca· ma, con el rezo en los labios y la zozobra y la tribula. ción en el alma. De pronto un ruido sordo y espan. toso, ..
El primer volcán lanzó a lo más alto del cielo, como desafiando a Dios, su penacho de fuego. La tie. rl'a se estremeció profundamente, como la mano de un niño sacudida por un gigante. Las casas se movie. ron como olas de un mar. Luego el ruido que se apro– ldmaba cada vez más impetuoso, estall6 como un gri– to, sobre la crugiente ciudad; era una inmensa ave-
oida de agua sucia, que descendiendo desde los flan. cos del otro volcáu, arrastraba en su furioso despeña. miento, piedras, rocas, árboles; pedazos enteros de montaña. Parecía que el mOnstruo se estuviela arran· cando las entrañas y lanzándolas a la tierra entre la avalancha de su propia sangre hirviente.
El Palacio de doña Beatriz, las iglesias y las casas mejor construidas se bambolearon "como corchos so. bre el agua", al decir de un cronIsta ocular. Al escu. chal' el ruido, la Gobernadora, asiendo entre sus brazos a la tierna Anica, hija de su esposo, de cinco años de edad, se lanzó despavorida sobre las escaleras llaman. do a sus doncellas. En su terror solo tuvo una idea: acudir a la capilla en lo más alto del Palacio, en don– de un gran crncifijo alzaba sus dos brazos. Llegando al adol'atorio seguida del grupo trágico de las damas, tI'ausidas de espanto y desesperación, se lanzó a los pies del crucifijo, bañándolos con cálidas lágl'imas. Todas sus damas la imitaron.
Lentamente, en una mueca amplia y macabra de los infiernos, el techo del adoratorio se abdó, como una granada que se parte. Fué un breve e rápido cru– jido, que parecía venido de más allá del mundo. El techo se desplomó sobre el grupo de la Sin Ventura.... La lluvia seguía, aunque ya dísminuyendo. El cuadro de desolación seguía iluminado por las terrifi. cas llamaradas del volcán, qoe parecía llaber encendi– do SIIS antOl'chas }lara que el otro pudiera consumar su obl'a. Por todos lados alzábanse quejas vagas, la– mentos de alma..
. En la catástrofe de la ciudad que hace más de cientos años fué fundada en el valle más sonriente de la tierra, perecieron muchos españoles y multitud de indígenas. Las crónicas cuentan los detalles, hechos de heroísmo, salvaciones milagrosas, familias enteras sepultadas, mocho de cábala y brujería.
De la Corte de doña Beatriz sólo dos o tres damas se salvaron, no Se sabe cómo. NUllca se sabe el por qué de esats salvaciones, aunqoe en aquel tiempo se urdieron suficientes leyendas para explicar el milagro. Doña Leonor de Alvarado, por ejemplo, hija de don Pedro el Conquistador, quien la buzo de una Princesa de Tlaxcala en la odisea de Méldco, rué encontrada dentro de UDa artesa enredada entre las ramas de un árbol. Así nuevo Moisés femenino, se salvó la proge_ nitora de todos los guatemaltecos. (Doña Leonor se casó luego ocn don Francisco de la Cueva, hermana de doña Beatriz), de ella hubo nuotel'osa deS'cendencia. De doña Beatriz quedó el cadáver. Pero el popu– lacho no quería que quedara. El caso bíbllco de Je· zabel Se les antojaba de perlas. Arrojarlo a los pe. rros. Los más piadosos creían que bastaba con atarlo a una tabla y echal'lo al río. Ya dal'Ían cuenta con él los peces del mar. El santo Obispo Marroquín, bueno entre buenos no fué de ese parecer Y' salvó el cadáver. Con sus oraciones estaba él seguro también de salvar las almas de su amigo don Pedro el Conquistador y de la Sin Ventura. Una lámpara regia, regalo del Empe– rador Carlos V, alumbró el cadáver de doña Beatriz
y las once señoras españolas muertas con ella.
y así acabó Doña Beatriz de la Cueva, la Prime. _ ra Gobernadora qoe hubo en América. .
12
This is a SEO version of RC_1968_01_N88. Click here to view full version
« Previous Page Table of Contents Next Page »