Page 76 - lista_historica_magistrados

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El pozo -viejo, avaro, cruel- hunde allá en el fondo lejano el turbio espejo de sus aguas escasas. Len±amen±e, con una lenti– ±ud que fatiga y desespera, se van llenando los cántaros .

Silenciosamenie, doblan el Quello sobre la tierra seca, inmóvil de angustias, y sus mu– gidos de agonía son cada día más débiles y

menos numerosos.

Los pocos pozos no dan agua suficienie para ianta sed. Apenas alcanza, estirándo– la, parEl los hombres. A la orilla de los hue– cos abierios en la tierra hay constantemente una larga fila de mujeres pacienies. Muje– res de rostros angulosos. Rostros de labios apreiados en furioso silencio, rosiros de pupi– las ausentes, lejanas, perdidas en la raíz invi– sible de una esperanza. Calladas, las cam– pesinas aguardan turno para llenar las tina– jas.

-Na' de agua .. Ni una nube

Bernardo y Carmela reposan su fatiga recostados a uno de los horcones del porial. Levan±an las miradas de sus ojos, anchos de esperanza, y recorren con ellas el cielo a!to: un cielo limpio, imperiurbable. Cielo de una brillante claridad que ciega los ojos Cielo duro

-Ni una nube, Carmela Habrá que ma±arlas.

Las cuatro vacas se habían encontrado frente a la completa imposibilidad de COnse– guir hierba yagua y se han venido acercan– do, lentamente, hasta el rancho.

Por debajo del cielo sin nubes, los ne– grQs gallinazos trazan las elegantes curvas de

S\lS vuelos fúnebres. Las reses sintieron que el pavo,roso peligro de "la rrtuerie seca" las venía acosando. Como una jauría, la muer– ±e casi hunde ya los colmillos afilados en los Uancos huesudos. Ese peligro, que los cua– ±ro animéles adivinan despiadadamente cer– cano, las ha venido empujando hacia la casa de sus amos. Allí se quedan, echadas junio a la tranquera del cOrral y lanzan al aire, de rato en rato, sus largos mugidos dolorosos.

-Sí, CarmelEl Haberá que ma±ar-las. . Pero ellas se han venío hasta acá, onde UJ;lO, huyéndole al hambre, huyéndole a la sed, huyéndole a la muer±e. aY, en– ±onces, nosotros vamos a tener que matarlas?

-Si viniera una poquita de agua.. Una lloviznita. . Na' más que pa' que se les moje el cuero

Peto la mujer es sorda a la ilusión im– posible.

-Ni esperanza, hombre -le dice mo-viendo ,113- cabeza-o Mirá . Mirá pa' al cielo aNo lo ves ±uito estirao y limpia– cito 'e nubes?

-Ujú. Ni esperanza. . Haberá que ma±arl"¡'s, pues .. Asina será menos pior, porque no tendrán que estar sufriendo más... ITan amorrinás las pobres!. .

En±ra al rancho a buscar el cuchillo; pe-

ro entrl3- len±amenie, corno quien no quiere hacerlo. La verdad es que no quisiera en, contrarlo, que no quisiera saber en dónde está.

-'aQué te pasa, pues?,. aYa enCOno' traste el cuchillo, Bernardo? -le grita: desde afuera la mujer impaciente.

-No 10 hallo, Carmela. No 10 halití toavía ... -murmura apresuradamente, sin' tiéndose asustado como un chiquilla sorpreli2 dido en falfa-'. No 'ta por ningún la'o ...

-Pero si ahí 'ta, hombre. . . ' Ahí está: delanie de sus ojos, turbios de indecisión. La mujer tiene que cogerlo y po: nérselo en las manos, duras de torpeza.

Son "sus" vacas. "Sus" cuaira vacas.

Las mismas que compró con ganancias, ce–

losamente economizadas, que había obteni_ do después de más de diez años de ±rabájó, Años de trabajo bajo el agua persistente, y

bajo el sol implacable. Soles terribles, como' este de ahora. El sudor le empapaba las ro– pas, pero él pensaba en "los ocho realitos" que se estaba ganando y seguía moviendo él machete. ICoria!... ¡Coria!. . Y por la

noche los realitos caían, uno a uno, en el "ca..;

co" guardado arriba del jorón.

Sori "sus" cuairo vacas. Las cuatro va–

cas que estaban destinadá s a ser la herenci¡i de los dos hijos. Las cuatro vaquitas qUe fÚé comprando, una a tina. Cuando las V'éía¡ pensaba en ellos: en los dos hijos ...

-¡Ahí va! .. ,

Ha cerrado fueriemenie los ojos. El cu– chilló entra, hasta la cacha, en la suave car– nosidad de la garganta. Un mugido sordo sale por la boca ancha de la vaca y un esiéi'– ±or espumoso se envuelve en la sangre qU~

brota de la hérida y se le mete al hombre poi'

los ojos, por la nariz, por los oídos: ¡POr ,tq~

dos los poros de la piel penetra le espuma roja del es±erior! .. Y un lengüetazo de sali: gre caliente le lame y le tiñe de aliento rd' jizo el brazo 'l( el pecho ...

Tres mugidos, livianitos como quejas, se levantan en el silencio y se extienden en el

aire seco, enrojéciéndol0.

Ahí están. Ya están muerias . -ICarmelaaaal. . ¡Las ma±é! .. -IMardita sea!. . . , Levanta en el brazo rojo el rojo cuchillC! y la insensata imprecación . "

-IMardita seal. . ,,' Y nuevamente la blasfemia hiere el azul

del cielo. '

De pron±o, como si el cielo se sintiesp. ofendido ,un trueno retumba tras de los ¡W

'¡; rros grises. . Otro trueno . Y otro .. El cielo se llena de truenos horrísonólil Las nubes aparecen a lo lejos, Luego, se acercan rápidamenie, en furioSa carrera. S9~

negras, corno fantasmEls . Espesas. .. Soitl' brías. . '/

Y sobre el rojo brazo del hombre, qi!e

alza hacia el cielo el cuc;:hillo, se desaia,~;

aguacero, corno la respuesia de Dios .. ',"

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