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« Previous Page Table of Contents Next Page »y ella se quli6 el anillo que llevaba en uno de los dedos y lo coloc6 en las manos de él. ...
Erase un padre que pedía mucho y daba luucho, y de esíe pedir y dar tejió con su mujer algo que no puede romperse en la vida, y en un momenio, todo termin6.
y ella, tom6 el anillo que llevaba en uno de sus dedos y lo coloc6 en las manos de él.
y lo bes6 y cerr6 la tapa de su féretro.
En ese instante, ha rrlUerfo un poco de cada uno de nosotros.
Con todo, al morir nos di6 parte de su ser. Nos di6 un coraz6n bueno del que surge la risa. Nos di6 parte de su bondad y un vigor fundido con coraje hu– mano para ir sin miedo en pos de la paz.
El nos di6 su afecto, para que, a su vez, nosotros pudiéramos trasmitirlo a los demás, para que nos pudiéramos ofrendar ese afecto los unos a los otros, has– ta que no haya espacio, en lo absoluto, para la intolerancia,' el odio, los prejuicios y la arrogancia que convergieron en un momento de prejuicios para destruir su vida. ,
Al dejarnos estos dones, John Fitzgerald Kennedy, Presidente de los Es– tados Unidos, está con nosotros. ¿Los recogeremos, Señor Presidente? ¿Tendre– mos la sensatez, la responsabilidad y el valor de recoger esos dones? Elevo mis oraciones a Dios para que así sea!
EARL WARREN,
Presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
Pocos son los acontecimientos de nuestra vida nacional que unan a los norteamericanos Y conmuevan tanto al corazón de todos nosotros como la desa-parición de un Presidente de los Estados Unidos. -
No hay nada que añada la consternación de nuestra pena tanto como el asesinato de nuestro Jefe, puesto que había sido elegido para personalizar los ideales de nuestro pueblo, la fe que tenemos en' nuestras instituciones y nuestra creencia en la paternidad de Dios y en la hermandad de los hombres.
Desgracias de esta índole han abrumado a nuestra naci6n en otras ocasio– nes, pero nunca más sorprendentemente que hace dos días.
Estamos apenados, estamos anonadados, esiamos perplejos.
John Fifzgerald Kennedy, un Presidente grande y bueno -el amigo de todos los hombres de buena voluntad- un creyente en la dignidad e igualdad de todos los seres humanosl un luchador por la justicia, un ap6stol de la· paz, ha sido arrebatado de nuestro seno por la bala de un asesino.
Puede ser que nunca lleguemos a conocer los móviles de este horrible ase– sinato, pero sabemos que tales actos son frecuentemente estimulados por las fuerzas del odio y de la maldad, tales como las que hoy están provocando un holocausto de sangre dentro de la sociedad norteamericana.
¿Qué precio pagaremos por este fanatismo?
Se ha dicho que lo único que aprendemos de la historia es que no apren– demos de ella.
Pero seguramente que podemos aprender si tenelTIOS la decisión de hacerlo. Seguramente que hay una lección que aprender de este trágico acontecimiento.
Si amamos realmente a este país; si somos parfidarios de la justicia y de la clemencia; si queremos fervientemente que esta nación sea mejor para aque– llos que nos sucedan, podemos al menos abjurar del odio que envenena al pue– blo, de las falsas acusaciones que nos dividen y de los resentimientos que engen– dran la violencia.
Es mucho esperar que el sacrificio de nuestro amado Presidente sirva pa– ra ablandar los corazones de aquellos que no serían capaces de cometer un acto de asesinato, pero que no se abstienen de divulgar el veneno que hace surgir en otros la idea de cometerlos.
, . Nuestra nación está acongojada. El mundo entero se siente más desolado debldo a su pérdida. Pero todos nosotros podemos ser mejores americanos, por– qUe John Flizgerald Kennedy ha estado a nuestro lado; porque ha sido nuestro
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