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aquellas fuerzas centrípetas que, nos parece, debemos de– lar en sus manos.

Necesitamos también comprender la Constituci6n – en particular, comprender claramente (o que no está ex.. presado en ella. Es un hecho curioso que mientras mu" chos pueden recitar la substancia de la Constitución y es– tán, por supuesto, conscientes de que establece un go" bierno federal, muy pocos saben algo sobre las trece cons– tituciones estatales que fueron, naturalmente, el comple~

mento necesario en la formación de la conlatitución fede .. ral y las que proveyeron el contexto dentro del cual ésta última fue escrita. R. G. Collingwood en su "Autobio– grafía" dice que uno realmente no comprende una afir– mación hasta que hayamos formulado de manera ,precisa una pregunta a la cual aquella conteste, pues una parte del sentido se encuentra en aquello que la pregunta ex– cluye o da por entendido.

Los autores de la Constitución, por eiempro, pensa– ron necdsario disponer que ningún estado puede ¡amás llegar a ser una monarquía, pero creyeron innecesario es– tipular que "Ia forma republicana de gobierno" garanti– zaba a los estados el degenerar en el gobierno de las masas Dieron [por entendido que ningún estado sería compuesto de Indios o fener una p~blaci6n exclusiva de Chinos. Dieron por entendido que la cultura de la nación permanecería siempre Cristiana y Humanista, asumiendo que la tradición clásica sería estimada por sus propios méritos, y que Budistas y Mahometanos (los que, a propó. sito, son ahora las sectas de más rápido crecimiento) serían tan escasos como los elefantes. Y no se les ocurrió que los ciudadanos de los estados habrlan de permitir que la propiedad privada se pusiera en peligro por una masa de votantes irresponsables.

Necesitamos también comprender claramente por qué la Constitución fue, en cierto sentido, un fracaso. En verdad que si sus autores hubieran anticipado el amargo fin del tercer cuarto de siglo de la República que ellos fundaron -por no mencionar los acontecimientos subsi– guientes hubieran drásticamente revisado el documento o hubieran llamado urgentemente a las tropas Británicas. No es desdoro decir de ellos que no fueron omniscientes; cuando Macaulay con justicia declaró (en 1857) que la Constitución era "todo velas pero sin ancla" hablaba de un barco cuyo velamen y estiva habían sido gravemente alteradas por marineros que ni entendieron el plan origi– nal ni las consecuencias de sus propios actos. Y a los constructores a,penas 51 se les puede hacer responsables por la explosi6n de fanatismo irracional que hace un si.. glo rompió toda la fábrica con un golpe tal del que los futuros historiadores, si los hay, podr'n decir que nunca ha podido recuperar. Debemos ahora comprender la na– turaleza y Io's Ilmites de las reparaciones que puedan ha– cérsele. Y si el remiendo de la destruida fábrica parece una tarea afrentosa para orgullosos pensadores políticos, les deséo buena suerte, !pero debo decir que la Aniártica no me parece un lugar muy prometedor para establecerse

y comenzar.

El pensamiento conservador, me parece, debe ser ante todo, realista, comprendiendo que la poHtica, como las leves. debe fundarse en pesadumbre y no en esperanzas.

Trata con limitados y refractarios materiales en modos

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casos para preservar lo mejor que se pueda la preciosa y:.~

perecedera creaci6n del espíritu humano que llamamos,: cultura .Pues así como debemos dejar la noción de l.' bondad natural del hombre a los optimistas glandulares y', otra suerte de payasos, así también debemos reconocer que la civilización, I&los de ser natural y espontánea, es' como un ¡ardín o un campo de trigo, una siembra artifi. cial que el hombre debe cuidar incansablemente contra 1.. fuerzas de una arrólladora y hostil naturaleza. lisa penosa realidad ha sido por mucho tiempo In. dudable. Los hombres cultos no han tenido necesidad de viajar a Baalbek o a Persépolis con el Conde de Volney para preguntar "por qué motivos se elevan y caen los imperios" y los contemporáneos de Paul Valery no hu– bieran tenido la necesidad de aprender en una guerra mundial que todas las civilizaciones son mortales, -ni

hubieran necesitado perder el ánimo al descubrir lo que habla sido obvio para Herodoto.

La tierra está salpicada de tumbas de civilizaciones. Nueve grandes ciudades muertas yacen hacinadas unas sa.. bre otras bajo el desolado montón de Troya. Las muy re- ' cientes excavaciones en la Isla de Bahrein han descubier_ to una sobre otra, a siete ciudades de una cultura avanza– da cuyo nombre mismo se ha perdido. Un millar de Ozymandieses han dejado sus derruidos memoriales en las solitarias llanuras arenosas, y un millar de poetas, con Firdousi, han visto con admiración melanc6lica al buho haciendo guardia sobre los torres de Afraslab. La nota inquietante es que estas naciones del pasad'o perecieron por decadencia interna tan a menudo como por conquista exterior. El frenético edicto de Suppiluliumas 11, el útIl' mo de los reyes Hitltas, nos muestra un desmoralizado imperio en que la traición era tan abundante y encubiérfa' como lo es ahora en Washington, D. C.

La civilización occidental, es cierto, se ha mosfrado más resistente que las grandes concentraciones que Eric Voegelin llama los imperios cosmológicos. Una literatura de Ja mente y el espíritu puede sobrevivir el saqueo de las ciudades y una tradici6n viva corre ininterrumpida d~

de Homero hasta nuestros días. Mas uno no necesita r. cardar cuán precaria ha sido esa supervivencia; cuán ~

menudo el hiJo vital ha sido casi roto; cuán cortos en estos tres mil años han sido los de grandeza; cuán rápidamente ha pasado la gloria del esplritu creador de Atenas y de Roma. ' El Occidente ha sido siempre un claro comparativi– mente pequeño en la Inmensidad de la selva. A cada mo– mento de su historia el mundo bárbaro, vasto, prolífico, brutal, paciente y eterno, ha enmarcado el área de la cj· vllización y apenas ha perturbado los puestos avanzados de los más apartados imperios. Los nómadas del desierto Se sonreran con mofa y esperaban mientras la$ falanges de Macedonia, (as legiones de Roma y los regimientos de Inglaterra marchaban sobre las roinas de Nfnive hacia el pasado.

Mucho más doloroso es contemplar, sin embargo, el barbarismo inherente al Occidente mismo. Fueron los conciudadanos de Sófocles y de Sócrates los que votaró" la masacre de los habitantes de Mitilene En la guerra de

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