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cos del liberalismo clásico, como el Iibettario que recha. za la tradici6n porque ha sido asociada algunas vecer. con el autoritarianismo, seriamente debilitan el desarro· l/o de la doctrina conservadora.

El hecho hist6rico es -y añade a la complejidad de nuestro problema- que la gran tradici6n de Occidente ha venido a nosotros a través del siglo XIX, partida y bifurcada por la que nosotros debemos ayudarnos de aquellos que se l/amaron a si mismos conservadores en ese siglo como también de aquellos que se llamaron a sí mismos liberales. Los economistas de la tradici61) li– beral !británica, desde Adam Smith, por medio y a tra. vés de los despreciados Manchesterianos, como los eco– nomistas austríacos desde Menger y Bohm Bawerk hasta Mises y Hayek, analizaron las condiciones de la sociedad iridustrial y establecieron los principios sobre los cuales ei poder colosal que ella produce puede ser desarrolla– do para el uso del hombre sin amamantar un monstruo. so leviatán. Sin su poderoso empeño intelectual esta· rfamos desarmados ante las economías colectivistas de

M~rx, Keynes y Galbraith. Y en la esfera de la teoria política que ha sobrepasado a los liberales del siglo XIX en su profética comprensión de los peligros del todopo– deroso estado? Los conservadores hoy, no pueden re· chazar ningún lado de la herencia del siglo XIX; deben servirse de ambos.

Las diferencias de énfasis entre los libertarios y los tradicionalistas no pueden evitarse, ni tampoco deben lamentarse. El conservatismo no tiene una línea diviso· ria monolítica. Nuestra tarea es sobreponer a la bifurca– ción de la tradici6n Occidental del sglo XIX un diálogo Útil, no perpetuar aquella rehusando entender la como plejidad y anchura de nuestra herencia por razón de un angosto historicismo que desentierra pasac;!os emblemas partidistas.

Estamos perfectamente conscientes que lo que he– mos venido diciendo puede criticarse como eclecticismo y atacarse como un esfuerzo para ahogar los principios. Pero no es el hacer a un lado las creencias, ya sean del conservador libertario o del conservador tradicionalista, para hacerle frente al liberalismo colectivista coritempo.

ráneo, lo que aquí se ha escrito. Antes por el contrarlo, es la profundidad de las creencias que cada uno mantie· ne a través del desarrollo de sus implicancias en una dia– léctica libre de ruines distorsiones. La profundidad -y el desarrollo de una común doctrina conservadora com– prensiva de ambos énfasis no puede alcanzarse de una manera superficial ignorando diferencias o apagando dis– tingos intelectuales con grandiosa fraseología. S610 pue– de obtenerse por medio de una dialéctica firme, mas una dialéctica en la que ambos lados reconozcan que no solamente tienen un enemigo común sino que también tienen, a pesar de todas la diferencias una común he– rencia.

Como Americanos tenemos por supuesto una gran tradición de la que servirnos, en la que la divisi6n, la bifurcación del pensamiento EI/ropeo entre el énfasis en la virtud, el valor y el orden y el énfasis en la libertad

y en la integridad del individuo han sido sobrepasados y la armoniosa unidad de los polos opuestos del pensa· miento Occidental fUe alcanzado en la teorla polltica y en la práctica como nunca antes o después. los hombres que crearon la repLJblica que moldearon la constitución

y produjeron ese monumento de sabidurra poHtica. El Federalista, que representaba entre ellos un tan gran conflicto de énfasis como ninguno en el conservatismo Americano contemporáneo. Washington, Franklin, Je– fferson, Hamilton, Adams, Jay, Masan, Madison, entre ellos existieron inmensas diferencias en sus reclamos de la persona individual y sus reclamos de orden, en la re– lación de la virtud y la libertad. Pero su dialéctica se condujo dentro de la continuada conciencia de una he– rencia común. De esa dialéctica crearon una teorla po– Iltica y una estructura política basadas en el entendi· miento que mientras la verdad y la virtud son fines me· tafísicos y morales, la libertad par/! buscarlos es la con– dición polltica de esos fines y que una estructura social que mantiene la divisi6n de poderes es el medio indis– pensable a esa finalidad polltica. El debate del cual na· cieron nuestras propias instituciones Americanas es un apropiado modelo de nuestro propio debate.

El obispo cristiano era en verdad la figura dominante en la vida de su época. Su posición era algo enteramente nuevo, sin precedentes en la antigua religión de la dudad-estado y en el sac:erdocio de las reli– giones orientales de misterio. No solamente poseía enorme prestigio religioso c:omo c:abeza de la Iglesia c:ris– tiana, sino que también era el dirigente del pueblo en materias sociales. Ocupaba la posición de un tribuno popular cuyo deber consistiera en defender al pobre y al oprimido y en c:uidar de que el fuerte no abusara de sus privilegios. No temra el resistir u oponerse a una ley injusta ni el excomulgar a un gobernador opre– sivo; y la vida y correspondencia de San Amborsio ,San Basilio, Sinesio, o del mismo San Agusnn, nos de– muestran con cuanta frecuencia un obispo era requerido para que interviniese entre el gobernador y el pueblo, y cuan intrépidamente llevaban a cabo su cometido. En una ocasión, se cuenta, el prefecto preto– riano se ofendió tánto por la libertad de palabra de San Basilio, que declaró que nunca en su vida se le habla hablado en forma semejante. liNo cabe duda -explicó San Basilio-- que nunca habéis visto a un obispo".

Christopher Dawson

(Ensayos Acerca de la Edad Media -Aguilar S. A. Madrid)

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